Vd. fue de los pocos –si no el único– que creyó en que «El Toro de Barro» debía sobrevivir a la muerte de su fundador. ¿Fue esa la razón que le llevó a aceptar de manos de Carlos de la Rica la apuesta por su continuidad?
Sí, y no. El silencio afectuoso con que sus colaboradores más directos respondieron a sus demandas en ese sentido, me convirtieron en la última opción que tenía mi amigo para perpetuarlo. Hablamos mucho en sus últimos días, y siempre le fue imposible impedir que yo notara su sensación de derrota personal ante la sola posibilidad de que muriera su sueño editorial. Era duro, muy duro, ver así a quien lo había dado todo. Y sí, es verdad que aquel 11 de agosto de 1997 le dije que la mayoría de los frentes abiertos por él continuaban abiertos todavía, que seguía siendo necesario dar la cara por determinados modos de entender la literatura y que, por todas esas cosas, no había razón de que el «Toro» fuera enterrado con él. Pero al hablarle así sólo quería reconfortarle en su doloroso tránsito hacia su propia muerte. En realidad, si acepté hacerme cargo de su «Toro» fue porque no supe decirle que no. Pero cuando le abracé por última vez, entonces sí, entonces sí me di cuenta de que había hecho lo que debía. Y desde entonces me he dedicado a cumplir las promesas que no hice, algunas de las que hice, y muchas de las que me quedaron por hacer.
Debe de ser agotador gestionar el sueño de otro hombre con la estricta fidelidad con que Vd. lo ha hecho.
Si no hablamos de sueños, sino de proyectos, he de confesarle que yo me he sentido casi siempre muy cómodo en los que Carlos de la Rica dejó iniciados en los últimos años de su vida. Lo único que yo he aportado en estos años ha sido la energía de la que Carlos careció en su etapa final, y también –por qué no decirlo– un talante más agresivo y menos prudente que su condición sacerdotal le aconsejaba no poner en práctica. Pero lo que he venido haciendo desde que en 1997 me hice cargo de «El Toro» no ha sido otra cosa, en gran medida, que una prolongación en el tiempo de aquellas «guerras» en las que él estuvo involucrado hasta el final.
Muelas, Carriedo y Crespo, fundadores de la revista
El Pájaro de Paja y referentes estéticos
de la labor editorial de Carlos de la Rica.
¿Como la revisión de la historia de la poesía española del siglo XX?
Es evidente que la historia la escriben siempre los vencedores; y es evidente también que la historia de nuestra literatura contemporánea ha excluido a movimientos y personalidades que hubieran merecido en sus páginas un puesto mucho más digno del que obtuvieron. Todavía recuerdo cuando, con motivo de la publicación de algunos retazos de sus memorias, en torno más o menos al año 2000,
Ángel Crespo no pasó de ser considerado –todavía– por
Luis Antonio de Villena, uno de los grandes críticos literarios de nuestro país, como no más que un “poeta respetable.”
Cuando edité la estupenda monografía sobre
«El postismo» de
Isabel Navas Ocaña; cuando saqué adelante la pequeña antología de la poesía de Crespo o de
Federico Muelas, cuando publiqué algunos sonetos de
Chicharro o puse alas al último libro de
Carriedo y a algunas conmovedoras páginas de
Carlos Edmundo de Ory lo hice porque me escandalizaban algunas formas de mirar las cosas. Era realmente escandaloso. Yo me siento muy orgulloso de haber contribuido con «El Toro», en la medida de nuestras modestas posibilidades, a las tareas de rehabilitación –ya en gran parte conseguida, y no precisamente gracias a nosotros– de todos estos maestros, no sólo porque consideráramos necesario ayudar a escribir la historia de otro modo sino porque su obra constituyó siempre, desde su nacimiento, la línea de flotación del proyecto estético del propio «Toro de Barro».
Algún crítico literario habló entonces de que «El Toro de Barro» se estaba convirtiendo con Ud. en un gesto de melancolía.
¿Melancolía? La reivindicación de aquellos maestros esconde tras de sí la reivindicación de un modo concreto de entender la poesía como una emoción derivada no sólo de la experiencia vital sino, también, de la experiencia del lenguaje. Movimientos como el «postismo» o el «realismo mágico» no fueron otra cosa que las manifestaciones históricas, en un tiempo y en un espacio muy concreto, de ese modo de entender la escritura. Son, en ese sentido, los eslabones perdidos que unen nuestro «Siglo de Oro» con los poetas de la palabra de los años setenta y con los que, en la actualidad, han constituido un frente de resistencia contra el realismo excesivamente ligado a nuestro tiempo, que es la estética dominante. En ese sentido, la apuesta de «El Toro de Barro» no ha sido nunca un mero ejercicio de melancolía, sino un esfuerzo sensato y coherente por prestar cobertura a las propuestas que, por aspirar a una poesía distinta, siempre tuvieron más dificultades para su proyección.
Pero en el año 2000 Vd. fundó los «Cuadernos del Mediterráneo» como una reivindicación de la diversidad estética. ¿No se contradice esto con lo que acaba de decir?
Mire Vd., la manera más sabia de demostrar el valor de un modo de ser, o de hacer, no es escondiéndose en un monasterio, ni tampoco cortando las cabeza de quienes son distintos, que es lo que han hecho muchas editoriales vinculadas a determinadas tendencias. Lo que «El Toro» ha querido con los «Cuadernos del Mediterráneo» ha sido situar en igualdad de condiciones a todas las estéticas, incluidas las que «El Toro» quiso siempre representar, e intentar acabar con ese instinto de supervivencia basado en la demolición del adversario que ha caracterizado a la poesía española del último cuarto de siglo. Aparte de eso, los «Cuadernos» constituyen la aceptación implícita, al menos por mi parte, de que, en cualquier terreno que nos situemos, no existe una única verdad. No ser capaz de gozar de la diversidad forma parte de las abigarradas carencias de los espíritus débiles, cuya mayor manifestación es el desprecio a lo que no forma parte de su mundo. El «Toro» es lo que es, y tiene muy claro lo que busca, pero lo que no ha sido nunca es una habitación cerrada.
De todos los «frentes abiertos» por Carlos de la Rica, el que menos atención le ha merecido al «El Toro de Barro» ha sido el de la cultura manchega, a la que él dedicó una parte muy importante de su proyecto editorial.
Decir eso cuando casi el treinta por ciento de los títulos publicados corresponden a autores manchegos es, cuando menos, una afirmación temeraria. Ahora bien, quiero decir que los autores manchegos que el «Toro de Barro» ha editado han sido escogidos no porque fueran manchegos, sino porque su obra merecía la pena y era homologable con la obra de otros autores españoles y europeos que hemos tenido el honor de publicar. Proyectarlos más allá de nuestras fronteras es, también, una forma de hacer región, o nación, o como se quiera llamar, aunque no se nos llene la boca de banderas ni de retóricas provincianas. Que eso no se entienda, o no se quiera entender, es otro problema.
Otro de los «frentes abiertos» por Carlos de la Rica fue el de la coexistencia de las civilizaciones, en el que Vd. ha sido muy beligerante. Todos recordamos ahora esa pequeña antología, «Coexistence», en la que Vd. logró poner juntos a poetas árabes y judíos ¿Le costó mucho aquello?
Mucho. Tenga en cuenta que nosotros empezamos a trabajar cuando estaba en marcha la II Intifada y cuando había ya más de seiscientos muertos encima de la mesa. Con la excepción de los poetas hebreos Margalit Matitiahu y Nathán Yonathán y del druso Naim Araidy, los poetas convocados tuvieron que superar muchas reticencias personales para vincularse a un proyecto que podía ser interpretado por su gente como un gesto antipatriótico y que –sobre todo en el caso de los poetas árabes– podía acarrarles notorios perjuicios profesionales y personales y, en casos extremos, riesgos incluso para la propia vida. Cuando vinieron a España a presentar «Coexistence», y cuando la gente los vio pasar cogidos de la mano para decir que había una manera más sensata de vivir, y de ser árabe y judío, sentí cómo los muchos sinsabores acumulados a lo largo de meses tensísimos se me vinieron abajo: si algo le tengo que agradecer a la vida es el que me haya colocado en el momento y en el lugar más adecuados para conocer a estas personas y para colaborar con ellos en su arriesgado proyecto de pacificación. Sólo por ello merece la pena vivir. De todo cuanto he hecho, creo que será lo más grande que les podré contar a mis hijos cuando me llegue la parca…
Muchos le acusan de de haberse orientado tal vez demasiado a la cultura judía.
Aquí, en España, admirar al pueblo judío, aun cuando sea críticamente, como es mi caso, está muy mal visto. Como también lo está admirar a quienes, en el mundo árabe, trabajan por el encuentro con el mundo hebreo sin aspirar a su destrucción. Era más fácil hacer como hacen diariamente desde sus tribunas personas honradas –pero ciegas– como Gabriel Albiac o José Saramago. Pero para eso hay que tener una madera que yo no tengo. El «Toro de Barro» ha hecho lo que ha podido, que es bien poco, por ayudar a los intelectuales que en ambos pueblos han apostado por el ejercicio de la sensatez y a los que, precisamente por esa elección ética, se les ha clausurado el acceso a una cultura occidental encerrada todavía en el prejuicio antisemita y en los más modernos mitos antislámicos. Es esa la razón por la que la labor editorial del «Toro de Barro» ha resultado un poco desconcertante.
La Escuela de Traductores de Toledo, que tuvo en origen esa misma función, es, en ese sentido, una de las instituciones más sólidas de Castilla La Mancha, que es la región de origen del «Toro de Barro». ¿Como valora su papel en el mundo editorial español?
Quien quiera comprender el redescubrimiento de la cultura árabe contemporánea por la cultura española, deberá reconocer el valor incalculable del trabajo desarrollado en estos últimos años por la Escuela, cuyos dirigentes llevan razón al afirmar que la cultura árabe necesita ahora el apoyo de todos para despejar el horizonte de los nefastos prejuicios antislámicos que están comenzando a teñir la mirada de Occidente. Pero la misma ayuda necesita la cultura hebrea, que sigue sometida a un desprecio injustificable derivado de los viejos mitos ligados al antisemitismo, y de eso nadie parece querer darse por enterado. Y yo espero que la Escuela de Traductores encuentre las energías suficientes para intentar con mayor intensidad un fructífero acercamiento a la cultura judía, situándose así al frente de la lucha contra todos los prejuicios culturales, absolutamente contra todos, y no sólo ni especialmente contra los que afectan a nuestra percepción del mundo musulmán.
Supongo que esa tarea es la que está detrás del proyecto editorial más importante de «El Toro», la Biblioteca internacional del Holocausto.
Me alegro de que lo diga, porque es realmente así. Una de las mejores maneras de colaborar en la decapitación de los movimientos totalitarios es, precisamente, la de recordar las terribles consecuencias a las que dieron lugar. Y se mire por donde se mire, la Shoa, que se llevó por delante la vida de seis millones y medio de judíos, ha sido el genocidio más dramático y gigantesco de toda la historia. Conservar los documentos literarios que dejó a su paso es, no sólo, un acto de justicia para las víctimas y para los supervivientes de la gran catástrofe, sino también una manera de mantener viva la advertencia de lo que puede pasar si bajamos la guardia. Mantenerla viva en Europa, sobre todo en Europa, que fue la cuna de los movimientos totalitarios más sanguinarios que han conocido las civilizaciones de la tierra.
Aquí sí. Aquí, en este instante, los ojos de Carlos Morales abandonan su habitual apariencia de serenidad y ese punto de franca picardía que tanto se agradece en la mirada de un hombre para adoptar la forma de un tajo seco de machete, de una llamarada de fuego casi inmóvil. No en vano lleva años estudiando la poesía del Holocausto, cuya publicación no dejar de retrasarse. Una no puede entonces dejar de preguntarse sobre su propia poesía, que aparece oculta bajo su activismo editorial. Entonces el poeta se levanta, toma entre sus manos ese pliego minúsculo que se titula «Salmo» y que acaba de publicar, y lee. Su voz se torna ronca, sube y baja al son de las metáforas imposibles como lo haría la de un poeta árabe en la plaza de una aldea cualquiera de Galilea, “que baile la pala que bala in nómine Auschwitz / que baile la pala que bala in nómine Dei un burka en la fosa.” Y es difícil no acordarse entonces del ritmo de la voz de Paul Celan, de la metáfora de la “leche negra”, de ese cascada de imágenes delirantes que están más allá de la razón común pero que, a pesar de ello, nos son tan familiares como el té que nos tomamos todas las mañanas. Y no es fácil imaginar de qué manera el mismo poeta que nos sumió con «El libro del Santo Lapicero» en la más desbordada melancolía, o que nos regaló una de las versiones más hermosas del «Cantar de los Cantares» que se han escrito nunca, ha sido capaz de atravesar el Mal del modo en que lo ha hecho con su «Salmo», hasta conseguir algo de una belleza tan aterradora. “¿De verdad que no le disgusta mucho?”, me pregunta extrañamente sorprendido mientras me ofrece unos taquitos del queso fuerte que él mismo fabrica, y mientras conversamos largamente sobre los muertos del 11 de marzo en Madrid, de “las rosas de marzo”, como él los llama. “Es complicado en estos tiempos construir un poema de amor, y no porque sea preferible hacerlo a ocupar las manos en escribirlo”, comenta, “ahora estoy trabajando en algunos, pero me es tan difícil”….