lunes, 30 de noviembre de 2009

María Antonia Ricas: del vértigo a la serenidad





EL LARGO CAMINO DE

MARÍA ANTONIA RICAS

Esta entrevista fue publicada por primera vez en el número 6 de la Revista Añil. Después, fue editada en Olerki poesia y la página webb de la propia María Antonia Ricas. En ella, muy hábilmente conducida por la poeta María Muñoz, la poeta toledana pasa revista a su ya larga obra poética.

Estamos ante una escritora singularísima. Recorre toda su obra una carga de misterio. Instalada en un extraño confort imaginista, entiende la palabra como el sustrato de emociones emergentes. Poesía liberada, cuajada de presencias radiantes y evocadoras… deberíamos tener muy presente a Artemisa, su lado salvaje, dice. Creadora y editora en una doble faceta, primero privada, desde el Consejo Editorial de la revista HERMES y la colección Ulises y, últimamente institucional hasta el 2005, desde la responsabilidad del Servicio de Publicaciones de la Consejería de Cultura de Castilla-La Mancha al frente del cual ha impulsado los que son, probablemente, los libros más representativos editados en los últimos años en la región (las antologías Mar Interior, con prólogo y selección de Miguel Casado y A cielo abierto, al cuidado de Francisco Gómez-Porro, que ha elaborado también el diccionario de autores La tierra iluminada), María Antonia Ricas siente, ante todo, una saludable pasión por escribir. Alejada del resentimiento, optimista, sabe que el futuro no nace de la renuncia sino de la práctica de la felicidad. En esta conversación intentaremos repasar sus numerosos libros y sus opiniones literarias.
¿Cómo puedes ser tan voluntariosa y activa, tan leal a la escritura? Me inquieta adivinar, reconocer, nombrar por primera vez; podríamos decir que todo está escrito ya, pero mira, he leído hace poco un ensayo sobre el arte, de José Ángel Valente, El Elogio del Calígrafo, y ha sido un hallazgo total. En cierto modo, creo que he adquirido un compromiso.

Ventana, publicado en 1975 fue tu primer libro y Mueran los dioses, hace ahora 25 años, un encuentro con el olvido, ¿mover, una búsqueda? Sí. Me comentaba un amigo cómo a los humanos nos rodea, de una manera constante, el elemento mágico de la vida, y cómo nos hemos olvidado de lo que quiere decir; existe, llámalo mito o de cualquier otra manera. Yo no pretendo hacer arqueología con las palabras pero sí escribir -¡escribir bien!- sobre ese olvido del olvido.

Pues sigamos un hilo conductor que nos desvele algo de tu obra ¿podrías hablarme de otros títulos? Y también de preferencias de lectura, si quieres; es que necesito citar a Virginia Woolf, que fue un referente y toda una inspiración para mí. Verás, en El gato sobre el árbol empiezo a ordenar, a elaborar. Después aparece mi inclinación por otras culturas: la India, Oriente, el Mediterráneo… El Libro de Zaynab es mi especial homenaje de amor a Toledo. Esencialmente narrativo, la historia la sitúo en la época musulmana, un tiempo bullicioso, fecundo y rico en matices muy favorables al hecho poético. Y en Fuera de sí la rosa, que recibió el premio Rabindranath Tagore, comienzo el rastro del deseo, descubro la erótica del movimiento y, por supuesto, a Bataille.


Me gustó mucho el Diario Secreto de M.H., un libro formal, de cuidada edición, con dibujos originales de Pablo Sanguino y un prólogo nada desdeñable de Julián Santos. De género fantástico, entronizaba al lector en ese laberinto de la verdad oscura, carnal y sugestiva. He conocido un pálpito violeta, dices, es cierto el lado oculto de mi vida lunar,… donde un monstruo de niebla desova me encamino, …alerta está la noche agazapada… Bueno, pongamos que marcó un punto de inflexión; es la fascinación de lo misterioso asimilado en el ansia de lo irracional, conjurando, sin perder de vista la herencia de los dioses, vampirizando con la semántica. Después de ese libro tuve que escribir Alice, otro cambio lleno de complicidades que mostraba el espejo fragmentado en múltiples registros; era la transformación de una niña violada por el mundo.

Fui testigo del nacimiento de Alice. Recuerdo esas ediciones artesanales amablemente preparadas por el poeta Jesús Pino -agotadas, imposibles- y, activando la memoria, recuerdo también otros nombres: Joaquín Copeiro y Juan Carlos Pantoja -excelente investigador de poéticas medievales-, luego unidos como Grupo Editorial Hermes4 ¿Pero aún nos quedan…? Idolatrías, la aceptación de las cosas, una toma de decisiones, lo que supone la madurez; ya sabemos que la literatura no nos inmuniza, pero nos ayuda a vivir. Y Sexto sentido, vegetal, exuberante, donde aprendí a capturar lo implícito de las cosas; representa la conformidad -un grado-, un lugar del jardín feliz. Después escribí La música del fuego, un libro con el que disfruté inventando al amado, sosteniéndolo; ahí aparece lo poliédrico de las relaciones humanas tratado desde el ángulo de lo sentido.
Yo diría más de ese aire amoroso: que es muy vital, encierra una constante de ritmo de resistencia al vacío, y sigue la veta investigadora que caracteriza todos tus libros; en ellos encontramos datos y mucha, mucha emoción…Pero la poesía no es el último reducto. A veces el poema es una conmoción, en diferentes sentidos, claro. Fantasmas y cálamos fue salir de una tristeza. Para la primera parte hice una especie de lectura visual de La Villa de los Misterios de Pompeya y añoré la belleza del tiempo, me fascinó el ritual del erotismo de la vida y la muerte en el arte. Escribí los cálamos influenciada por la pintura china antigua, mientras la contemplaba en la pantalla de mi ordenador, frente a Los Montes Azules, en Los Navalmorales, lugar de los veranos de mi infancia. Fue la afirmación y la ratificación del poder vivir sola con una misma; un deleite, esos poemas representan la melancolía, la placidez…Y aunque ya había escrito Jardín al mar –que incluye otra visión, esta vez junto a la obra de Mark Rothko-, libro por el que acababa de recibir un premio, Fanstasmas y cálamos encubre algo más.

Jardín al mar es el nombre que aloja tu blog; en él nos muestras una personalidad literaria bastante ecléctica. Pues empezó como el juego de lo oculto, pero se fue convirtiendo en un acto de amor al poema, en un ejercicio de autoafirmación muy válido, y también de voluntad.

En mayor o menor grado, todos nos hemos visto influenciados por las tecnologías, ¿qué opinas de su aplicación a nuevos métodos de escritura y lectura? Y, en la medida que han desplazado otras cuestiones, ¿crees que han cambiado, incluso, las estructuras sociales? Lo que han cambiado ha sido el concepto de cultura. Gran parte de lo que escribo ahora -esto es lo que llamamos una vanidad-, se lo debo a la red; sabemos que no puede sustituir la realidad, pero la sustituye, lo equivocado es pensar que es un simulacro, Internet ha alcanzado una dimensión práctica como canal de intercambio, un canal transversal, que está derivando, de manera muy rápida, hacia lo audiovisual. Mis amigos cibernautas -¿virtuales?- me dicen que debería haber sido pintora, por mi pasión por las imágenes. Siempre la tuve… Vermeer, Correggio, me gusta muchísimo Canaletto, y las sensaciones intensas de la llamada “pintura de acción” de contemporáneos como Pollock o Rothko, esa especie de vitalidad sin límites, pasando por Henri Matisse, al que le he dedicado un libro que aparecerá próximamente, espero. De alguna manera, he establecido una relación con el arte que antes no tenía, pero siempre regreso al poema, que contiene un rasgo o la exaltación de mis propios anhelos.

Tu obra está llena de referencias aunque eres muy intuitiva y eso se puede ver en la naturaleza de los versos. ¿Hay influencias que te hayan marcado el camino estos últimos años? Sí. La lectura compulsiva de la poesía de la escritora canadiense Anne Michaels a partir de El peso de las naranjas y el descubrir los dibujos y la teoría estética de John Berger, esa mirada potente que merece un espacio propio. Sus libros han marcado un antes y un después sobre mis conocimientos en general y sobre el arte en particular. Berger nos hace reflexionar a varios niveles, no sólo está el carácter simbólico o ilustrativo, cuenta lo antropológico, lo político, lo cultural… y la crítica frente a la obra, que yo creo esencial.
Escribes sin complejos, sin ningún tipo de dramatismo, una poesía muy sensual. Entre tanta expresión alta, tu propia voz de mujer enfrentada al lenguaje. Admiro tu determinación. No se puede luchar continuamente frente a los impactos que nos sitúan como caballo de Troya del enemigo porque a continuación nos tachan de panfletarias -esto sigue siendo un síntoma-, pero es evidente que la ocupación hoy del espacio literario por las mujeres ha renovado el decir y revela, además, todo un hallazgo. No he puesto mi empeño en esa cuestión. Posicionarse no está mal, yo defiendo la palabra, la palabra diferenciadora, no neutral. El poema es una pequeña entidad en conflicto que intentamos resolver desde un punto de vista personal, algo así como nuestra conciencia creadora… escribir es modificar, trazar perspectivas. Mi libro Los Cielos de Toledo es un encuentro afortunado entre fotografía y poesía. Estoy muy satisfecha con esa publicación que apuesta por La Belleza, el equilibro y la bondad de la vida. ¡Y además es una joya editorial!

La poesía alberga muchos cielos, por empatía, supongo, y a pesar de que ya no hay nada inocente, ¿sería ésta una metáfora irresoluble? Bajemos el tono de solemnidad; el ansia emocional se convierte en audacia en el poema, como todas las impresiones profundas incluido el arte, que ha dejado de ser un posicionamiento intelectual para llenar otros espacios. Podemos ir más allá de la retórica, hacia la necesidad de comunicarnos, de reflejarnos en el otro, y esto es muy primitivo, totalmente consustancial al ser humano. Todo es cuestión de forma, el signo es algo pragmático. No nos equivoquemos, yo lo que quiero es que me lean.

En mi intención no está el análisis, si un ejercicio de reflexión crítico al que no puedo sustraerme ya que conozco bien tu poética, que es solvente y bulliciosa. Al escribir, dialogamos para establecer un vínculo con el lector, que construye, que no necesita interpretación. Así es; las resonancias del lenguaje, como experiencias grabadas en el corazón, pueden servir para dar cuenta del poema que, por supuesto, siempre será subjetivo. Pero hay un punto donde transformar el tiempo forma parte de lo posible. En lo último que he publicado, Poemas desde el puente, lanzo una mirada, tal vez incisiva, hacia un entorno artístico cercano pero también subyace una trama sobre la amistad y lo perdurable esencial del hombre, etcétera, etcétera. Aunque estoy convencida de que la poesía es un regalo que nos hacemos a nosotros mismos.


Podría ser un fin, sin más; no obstante, te he oído hablar de abolir el sentido, de la pesadez del silencio -esto se lo debemos a Blanchot-, de una conducta, del asombro, del vértigo, de la pulsión, de reflejar nuestras verdades, de un horizonte irresistible... Incluyamos -ésta sería una presencia integradora- esa teoría abierta sobre la felicidad: su apropiación lingüística. ¿Cuánto, del blanco y fresco misterio que ciñe a un mundo / surgiendo de improviso, / dice mi nombre y me desviste de las ropas crudas / y me da una raíz / y me inaugura?


María Muñoz

viernes, 13 de noviembre de 2009

"1980-2005: Veinticinco años de poesía en Cataluña", de Carlos Morales.








1980-2005: 25 años de poesía en Cataluña

Este prólogo acompañó el estudio titulado “25 años de poesía en Cataluña (1980-2005)”, que fue editado, en el año 2005, en el número 20 de la revista Cuadernos del Ateneo de la bellísima ciudad tinerfeña de La Laguna. En él, Carlos Morales, director de la editorial El Toro de Barro, sitúa el origen de la notoria diversidad de la poesía catalana en su realidad bilingüe y en el espíritu cosmopolita de la sociedad civil de Cataluña.







Quien pretenda adentrarse en el paisaje de la poesía catalana de los últimos veinticinco años, habrá de enfrentarse –lo quiera o no– a un complejo contexto sociológico y político que poco o nada tiene que ver con la literatura propiamente dicha, pero del que el mundo literario en Cataluña en modo alguno ha podido prescindir. Nos referimos al impacto que ha tenido sobre la «imagen» que la cultura catalana ha podido construirse de sí misma a lo largo de las últimas décadas la voluntad de las élites políticas e intelectuales de tendencia nacionalista de construir, gracias al absoluto dominio de las instituciones públicas desde los primeros años de la «Transición», una identidad nacional específica para Cataluña distinta de la «identidad española» y basada –casi exclusivamente– en la existencia de la lengua catalana.[1]
Fundamentada en la percepción de que no existe otra literatura catalana que la escrita en catalán, semejante sacralización de la lengua –equiparable a la que, desde el siglo XVIII, convirtió al castellano en el idioma símbolo de la «españolidad»–, sirvió de argumento principal de las políticas activas de normalización lingüística y literaria con las que –en tan sólo treinta años– las élites dirigentes han intentado levantar una conciencia cultural específica capaz de sujetar sobre sus propias espaldas la identidad colectiva de la «nación catalana», pero cuya aplicación radical ha dejado tras de sí tantas luces como sombras, dibujando con ellas un cuadro singular en el marco de la poesía española contemporánea.
La especificidad catalana
La constancia con que estos expedientes han sido aplicados sobre el mundo literario catalán, ha traído como consecuencia positiva el rescate de la poesía en lengua catalana del tenaz proceso de derribo al que había sido sometida por la dictadura franquista, dando lugar a un brillante alumbramiento equiparable –en calidad y en cantidad– al que Cataluña ofreció entre los años finales del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX.[2]
Sin embargo, y a pesar de ello, las mismas medidas que lo hicieron posible tendieron a convertir aquel gigantesco «renacimiento» en una estatua con los pies de barro. El desmedido apoyo institucional a la creación en catalán dejó sin aire a las editoriales especializadas en la poesía en lengua castellana que, como El Bardo, Ocnos, o Colliure, habían estado detrás el enorme peso alcanzado en el ámbito español por algunas de sus más altas personalidades. Todo ello despojó a la poesía en catalán de unos cauces seguros que podrían haberle permitido una mayor penetración en la cultura peninsular, posibilidad ésta que las nuevas editoras surgidas del impulso catalanista no pudieron reponer, y relegó su difusión a los territorios con los que –como las Islas Baleares y el País Valenciano– Cataluña conformaba una comunidad lingüística. Semejante convulsión editorial significó también un golpe durísimo para la proyección de la poesía catalana en castellano, cuyos representantes más significativos no solo se vieron excluidos del paraíso literario oficial de Cataluña sino que –además– fueron despojados de toda legitimidad en lo que toca a la representación exterior de la «catalanidad», adentrándose en un compleja «crisis de doble identidad» del que le fue extremadamente complicado reponerse.[3]
La obcecación uniformadora con que fueron aplicadas las agresivas políticas de normalización inspiradas en la sacralización de la lengua acabó siendo demoledora para la poesía catalana en su conjunto, encerrándola en su mismidad y debilitando durante muchos años el papel determinante que, desde mediados del siglo pasado, había tenido en la poesía española contemporánea. Sin embargo, la formidable presión de la cultura del nacionalismo chocó de frente con la visión ecuménica de Cataluña promovida por una buena parte de su intelectualidad, que persistía en la idea de que la naturaleza bilingüe de la cultura literaria catalana era el fundamento más claro de su especificidad histórica. Semejante visión no era un brindis al sol, sino la expresión ideológica de un tejido social cosmopolita excepcionalmente permeable que, sometido a cerco, había logrado en el pasado seducir a muchos escritores catalanes y a la práctica totalidad de aquellos «catalanes de segunda hora» que, llegados desde Hispanoamérica y otras zonas de España, veían en Cataluña un proyecto abierto y una forma tolerante de vivir.
El hecho –absolutamente fortuito– de que las individualidades más veteranas y relevantes de esta sensibilidad cosmopolita estuvieran vinculadas de una manera o de otra al espíritu de las viejas vanguardias, ligó su defensa del bilingüismo a la resistencia frente a las distintas estéticas del realismo que, desde comienzos de los años ochenta, parecían a punto de alcanzar la hegemonía en el contexto de la poesía española contemporánea. Bajo su liderazgo intelectual,[4] una gran parte de los poetas que comenzaban a emerger precisamente en aquellos años a ambos lados del especto lingüístico catalán supo organizar una poderosa red de instituciones literarias independientes que se mostraría capaz de absorber en el discurso ecuménico de la poesía catalana las energías proporcionadas por los jóvenes poetas españoles e hispanoamericanos que no cesaban de llegar, y, al mismo tiempo, de fortalecer las distintas tendencias herederas de las viejas vanguardias dotándolas de una presencia pública netamente superior a la que éstas –ya en declive en el resto de España– alcanzarían a tener en la poesía española desde los años ochenta en adelante. Desarrollada, pues, en el magma caliente de esa confrontación entre dos visiones de la «catalanidad», la incapacidad del realismo poético para hacerse con la representación absoluta del discurso generacional de los poetas catalanes emergentes en el fin de siglo, y la presencia inusualmente activa entre ellos de las viejas heredades vanguardistas, constituyen, a nuestro parecer, el principal rasgo distintivo de la poesía catalana de los últimos treinta años en relación con la de cualquier otra de la geografía literaria peninsular o del grueso de la poesía española misma.

Un modelo de diversidad
Todo ello configura un cuadro marcado por una diversidad tan compleja como real, del que esta selección –a la fuerza breve– pretende ser reflejo. Desde un punto de vista sociológico, hemos procurado ampliar el marco de la «catalanidad» a aquellos «catalanes de segunda hora» que, no habiendo nacido en Cataluña, se integraron perfectamente en su cultura, adoptando en algunos casos la lengua catalana para su creación poética; así mismo, nos ha parecido necesario resaltar el carácter multigeneracional de este periodo (1980-2005), en el que publican por primera vez –y alcanzan su madurez literaria y una buena parte de su prestigio– poetas nacidos entre 1945 y 1975, con el objeto de visualizar el desarrollo de vínculos estéticos entre las individualidades que concurren en el fenómeno poético por encima de los condicionantes uniformadores que, de cara a la elección de una estética determinada para su escritura, soportan sobre sus hombros los poetas de cada generación.
En otro orden de cosas, y desde un punto de vista lingüístico, hemos procurado hacernos partícipes de una cierta paridad en el uso literario del catalán y castellano, buscando dar fe de la naturaleza bilingüe de la literatura catalana, con la intención de poner de manifiesto la enorme diversidad de actitudes y voluntades electivas que son propias de toda sociedad plurilingüe,  tomando nota –por ejemplo– de la existencia de poetas no nacidos en Cataluña que, sin embargo, utilizan con naturalidad el catalán para su escritura –es el caso de Goya Gutiérrez–, o de la numerosísima presencia de poetas nacidos en ella, como Rosa Lentini, Jordi Virallonga, José Ángel Cilleruelo, José María Micó o Toni Montesinos, que optaron para su poesía por la lengua castellana. Al hacerlo así, queríamos relativizar el peso del uso de una u otra lengua en la conformación de las diversas tendencias o corrientes que han combatido a lo largo de los últimos veinticinco años por hacerse con la representación generacional de la poesía catalana contemporánea, y cuya complejidad estética coincide en su totalidad con el cuadro de la poesía española de estos mismos años.
A un lado de ese vibrante lienzo literario se encuentran los «partidarios de la realidad». Herederos de la «Escuela de Barcelona» y de algunas de las más eminentísimas figuras de la poesía en lengua catalana de los años cincuenta y sesenta como Joan Margarit y Francesc Parcerisas, emergen en los años ochenta y en los dos grandes ámbitos del espectro lingüístico catalán, un grupo de poetas a los que la primacía de la comunicabilidad les llevó a renunciar al lenguaje simbólico y a los expedientes literarios que, como los experimentos lingüísticos o el irracionalismo, podían dificultar el trasvase directo de emociones entre el poeta y su lector. A pesar de sus rasgos estéticos individuales, poetas como José Ángel Cilleruelo, Jordi Cervera, Jordi Virallonga o Ana Aguilar-Amat, alejaron su discurso poético de los paisajes legendarios o las referencias culturales como espacios y fuentes de la emoción poética para adentrarlos en la experiencia del “aquí” y del “ahora” mayoritariamente urbanos y ampliamente reconocibles por el lector como una circunstancia propia, con la voluntad de dejar fijadas las emociones humanas a un contexto histórico concreto y, en algunos casos, elevar sobre su testimonio una denuncia ética de las grandes injusticias universales de la existencia humana.
 
En el extremo opuesto de este gigantesco cuadro de la poesía catalana, aparecen los «partidarios de la resistencia». A pesar de su lógica diversidad, y a pesar de las distintas fuentes de legitimidad histórica sobre la que cimentaron su trabajo,[5] las respuestas literarias individuales de esto poetas presentaban, en una u otra medida, algunas zonas visibles de contacto. En primer lugar, y a diferencia de los «partidarios de la realidad», la mayoría de ellos se esfuerzan denodadamente en descontextualizar la emoción humana sobre la que trabajan con el objeto de dotarla de una mayor capacidad de resistencia frente al peso de la realidad y de la historia, acudiendo como fuentes de emoción poética y como referencias vitales no a la cotidianidad urbana sino al subconsciente, la naturaleza, el arte, los artistas, el pasado histórico, los grandes mitos culturales de las civilizaciones o el lenguaje mismo. Rebeldes a los imperativos de comunicabilidad, para los «partidarios de la resistencia», el cultivo de las cualidades fónicas y plásticas de las palabras, el empleo de prácticas des-realizadoras del lenguaje, el mundo de los símbolos, y las imágenes derivadas del instinto surreal más o menos controlado, ofrecen posibilidades ilimitadas a la expresión literaria de la emoción humana. Partiendo de estos elementos esenciales, poetas como Antoni Clapés, Cinta Montagut, Tània Passola, Carmen Borja, Vinyet Panyella, Rosa Lentini, Goya Gutiérrez, Carles Duarte, Vicenç Llorca y Enrique Villagrasa han construido un mundo poético de diversidad fragante que nos sitúa en esa zona del espíritu que no es del tiempo del hoy, ni del ayer, ni del mañana.
Entre los «partidarios de la realidad» y los «poetas de la resistencia», ha habido en la poesía catalana de los últimos veinticinco años un amplio espacio de experimentación y búsqueda en el que habitaban un conjunto de individualidades cuya poesía, o bien participaba de los planteamientos estéticos de ambas sensibilidades, o bien adoptaba cualidades de difícil homologación en el contexto histórico en que se produjeron. Aunque la sencillez expresiva es, sin duda alguna, uno de los grandes objetivos tanto de Manuel Forcano como de José María Micó, ambos no dudan en gustación literariamente su experiencia vital acudiendo a los referentes míticos y los paisajes de otro tiempo, procurando liberar la emoción del peso decadente de la cotidianidad en una síntesis casi perfecta de los dos grandes ámbitos estéticos de la poesía catalana contemporánea. Por su parte, la poesía de Toni Montesinos ha escogido una estética de espíritu neorromántico y corte expresionista para adentrarse en el espacio obsesivo de las heredades de la muerte.


Reflexión final.
Toda antología es –siempre– una pequeña tragedia personal para quien las afronta; y lo es no tanto porque sea preciso limitar tu propia sensibilidad como lector en beneficio de una visión más equilibrada de la realidad, sino porque exige una selección entre obras y poetas tanto más dramática cuanto excluye a muchos de los que, por sí mismos, han robado un hueco en tu propia mesita de noche y en tu particular educación sentimental y literaria. Por lo demás, mantener el delicado equilibrio bilingüe y multigeneracional que nos habíamos marcado como punto de partida del análisis restringía aún más el ámbito en el que podían operar nuestras elecciones, habida cuenta el limitado espacio del que se ha podido disponer gracias a la generosidad de un proyecto editorial independiente como éste.[6] Sin embargo, y aunque quienes aquí comparecen, configuran –lo sabemos– uno de los muchos paisajes que puede dar de sí la realidad de la poesía catalana de los últimos veinticinco años, todos ellos son lo suficientemente representativos como para proporcionar –ese era nuestro principal objetivo– una visión de la misma liberada de las distorsiones derivadas de la aplicación en el análisis literario del vínculo entre lengua y país, cuya capacidad para comprender y explicar la dinámica de las culturas bilingües como la catalana, o plurilingües como la española, es bastante limitada.
El día en que decidimos sacralizar nuestra lengua –la castellana, la catalana, ¿qué más da?– y convertirla en el gran y casi único elemento de identidad colectiva, ese día sacrificamos la realidad y la sensatez, para adecuarlas a los límites estrechos de un sueño envenenado de melancolía. El mal está ya hecho, pero no es irreparable. La superación de los efectos más nefastos de esta fiebre exigirá de todos una nueva actitud –en Cataluña y en el conjunto de España– que pasa por la reivindicación como «cosa nuestra» de las manifestaciones realizadas en las distintas lenguas sobre las que históricamente se ha levantado la tradición literaria española y la de todos los territorios culturales que la constituyen. Y, sobre todo, hacer de la defensa de su diversidad –y de una vez por todas, y con la boca ancha– una «cosa de todos», y una causa común.


FOTOGRAfÍAS (por orden de aparición): Vinyet Panyella, José Ángel Cilleruelo, Rosa Lentini, Carles Duarte, José María Micó, Carmen Borja, Jordi Virallonga, Jordi Cervera, Manuel Forcano, Tonia Passola, Cinta Montagut, Tony Montesinos, Enrique Villagrasa, Anna Aguilar-Amat, Goya Gutiérrez, Viçens Llorca y Antoni Clapés.


NOTAS[1]Darío Villanueva, «Los marcos de la literatura española (1975-1990)», HCLE, nº 9, Barcelona, Crítica, 1992. Págs. 15-16.[2] Carles Duarte, La poesía catalana del segle XX, Barcanova, Barcelona 1994.[3] Su ausencia de las antologías de la poesía catalana editadas a lo largo de los últimos veinticinco años, demuestra que la crítica literaria de Cataluña reprodujo muchos de los vicios que –se suponía– seguían siendo la razón de ser de la cultura española. Sobre la crisis de la poesía catalana en castellano, ver Santiago Martínez, «Crónica parcial: una aproximación a la poesía castellana actual en Barcelona», Zurgai, diciembre de 1995 y «Barcelona: hacia un espacio poético de la diversidad», publicado en Ficciones (nº 9, 2002) como introducción a una magnífica antología de poetas catalanes en castellano preparada por Rosa Lentini y Concha García. Manuel Rico, Por vivir aquí: antología de poetas catalanes en castellano (1980-2003), Bartheby Editores, Madrid, 2003.[4] El papel jugado en la supervivencia en Cataluña de estas corrientes por poetas “catalanes de segunda hora” como los manchegos José Corredor Matheos y, en especial, Ángel Crespo, fue tan fundamental como el de otros poetas catalanes en lengua castellana –Eduardo Cirlot, Javier Lentini, José Luis Giménez Frontín, Félix de Azúa, Enrique Badosa, Lorenzo Gomis, Jesús Lizano, Juan Antonio Masoliver Ródenas etc., – y de algunos poetas en lengua catalana como Joan Perucho, se convirtieron en los líderes indiscutibles del cosmopolitismo y bilingüismo catalanes frente a la marea identitaria de la cultura nacionalista y, a la vez, en baluartes del espíritu de las viejas vanguardias frente a la estética del realismo.[5] Entre ellas debemos incidir en las corrientes surrealistas, simbolistas e imaginistas de la poesía europea y americana, la poesía bíblica y grecolatina o los poetas barrocos y metafísicos ingleses y españoles del siglo XVII; en lo que toca a la poesía española, destaca el peso de algunas tradiciones poco transitadas de la poesía española de posguerra –el surrealismo de Cirlot y Labordeta o el postismo de Ory y de Chicharro–, así como a las corrientes ligadas a la poesía del conocimiento –Valente–, a las de algunos poetas inclasificables como Crespo y Gamoneda y a la rebelión culturalista de los años 70, protagonizada masivamente por poetas catalanes de la talla de Pere Gimferrer, José Luis Giménez-Frontín o Félix de Azúa. También se deja ver la impronta del noucentismo de Carner y Carles Riba.[6] Al lado de los aquí seleccionados, y de haber sido otro el espacio, otros muchos poetas hubieran debido estar aquí, en reconocimiento no sólo de la enorme calidad de su obra literaria sino de la impronta indiscutible que han dejado en el desarrollo de la poesía catalana contemporánea. Ni siquiera la antología que estamos preparando sobre la poesía catalana de los años ochenta permitirá paliar las ausencias que –para desgracia de todos– imponen las limitaciones materiales de todo proyecto editorial.