viernes, 24 de agosto de 2012

"La shoa, la vieja cicatriz de la vieja Europa". de Carlos Morales







 

Carlos Morales

La shoa, la vieja cicatriz 
de la vieja Europa 


Janusz Korczac
   En un inteligente artículo publicado hace ya un tiempo ya en el diario EL MUNDO, el profesor de Historia Moderna de la Universidad de Sheffield Ian Kershaw reflexionaba sobre las circunstancias que siguen impidiendo hoy en día contemplar el período de la historia marcado por la Alemania nazi con la imparcialidad académica con la que se observa la Revolución Francesa o la Guerra de los Cien Años. Y convenía en que las causas de que tanto Hitler como el nazismo permanezcan, todavía hoy, bajo el escrutinio público tenían mucho que ver con «la macabra fascinación a que induce por sí misma la estética hitleriana del poder absoluto» y, sobre todo, con la «creciente conciencia sobre el Holocausto», el mayor y más horrendo legado del III Reich. Nada hubiera habido que objetar a su discurso si el autor de un magnífico como monumental trabajo biográfico sobre Adolf Hitler no hubiera –acto seguido y de un modo sorprendente– llegado hasta al extremo de poner en cuestión dicha conciencia argumentando que su origen no estaba tanto en el aséptico y documentado murmullo de los historiadores cuanto en el conocimiento emocionalmente cargado derivado de la «trivialización del nazismo» llevada a efecto por los medios de comunicación de masas –su dedo apunto al cine y al mundo editorial–, y cuyas percepciones, lejos de profundizar en el fenómeno,  no han servido con toda probabilidad para otra cosa que para extender y «reforzar los estereotipos ya existentes y continuar expandiendo ciertos prejuicios antialemanes»[1]...
Miklòs Radnòti
     Resulta realmente desconcertante –aunque no es de recibo– que un historiador como Ian Kershaw descalifique de ese modo la «percepción del Holocausto» desarrollada por la industria del cine o por la literatura. Es verdad que en ella se manifiesta de un modo más visible el efecto amplificador o reductor que los prejuicios personales tienen en la interpretación de los acontecimientos, pero también lo es que ni siquiera la mejor historiografía está exenta de eso que Schumpeter denominaba «visión del mundo» y que nosotros, en román paladino, preferimos llamar ideología. Cabe decir, en este punto, que, de no ser por esas –para Kershaw– discutibles realizaciones del arte, el Holocausto no habría salido de los inhóspitos archivos de los Estados ni su conocimiento sobrepasado los tantas veces impermeables farallones de las instituciones académicas. Cabe decir, también, que, en el caso hipotético de que algunas de ellas hubiesen dado lugar a más de una impostura, ninguna de tales imposturas hubiera podido sobrevivir durante casi setenta años si no hubieran tenido detrás el peso de una realidad documentalmente verificable como pocas, y la memoria viva de los supervivientes. Los menos de cien versos del Todesfuge de Paul Celan han contribuido a conocer la realidad de aquella dantesca tragediay sus implicaciones universales  igual o en mayor medida que los sesudos debates de los historiadores en torno a si fueron más, o fueron menos, los hombres que acabaron sus días en los campos de exterminio...

Adrien Brody, en una escena de El pianista.
      No, no tiene sentido excluir con tanta ligereza las percepciones del arte como un método de conocimiento porque, independientemente de los materiales más o menos sólidos con que han sido construidas, el lenguaje del arte se revela a veces como el único capaz de visionar realidades que, como la del Holocausto, son de tal magnitud y tal naturaleza que difícilmente pueden ser abarcadas por la razón metódica o por la imaginación humana. Es verdad que una parte muy importante de las «formas de representación» adoptadas por el Holocausto en el imaginario colectivo de occidente han sido, en mayor o menor medida, el resultado final de la mediación ideológica en el complejo proceso que hizo de la lucha contra el nazismo el centro nuclear de la conciencia de Occidente, pero también lo es que, incluso a pesar de algunos efectos perversos de esta mediación –como la difuminación histórica de otros totalitarismos no menos crueles, como el comunista de José Stalin– la particular mitología con que todo ello ha nutrido de principios éticos nuestra civilización sigue siendo el más apropiado y,  tal vez, el único camino para aprehender precisamente ese lado oscuro del régimen de Hitler al que la historiografía ha vestido de verosimilitud pero que se resiste, a pesar de ello, a ser admitido como un acontecimiento posible ni siquiera por la imaginación más delirante de este mundo.



Nelly Sachs
     En Occidente estamos acostumbrados a la crueldad, que ha  sido la argamasa sobre el que se ha levantado nuestra civiliación. Somos conscientes también de que la práctica totalidad de la energía de nuestra filosofía política se ha afanado en encontrar, con desigual fortuna, un marco moral de legitimación en el que fuera posible integrar la crueldad, en dosis moralmente «aceptables», como un mal natural o, como ahora se dice, como un «daño colateral» de la existencia humana. Si de algo se puede vanagloriar Occidente es de que ese marco moral ha calado profundamente en la vida cotidiana de sus habitantes, hasta el punto de que el respeto a la vida se ha convertido en un límite casi absoluto que, salvo situaciones individuales patológicas extremas o circunstancias sociales realmente excepcionales, difícilmente puede ser traspasado con normalidad o gratuitamente. Debido a ello, nos cuesta creer que fuera en Europa, en el seno mismo de esa civilización nuestra en la que nunca jamás nadie en su sano juicio hubiera podido imaginar, más allá de Dante, un acontecimiento semejante al Holocausto, donde la crueldad se convirtió  no ya en la expresión de un odio momentáneo sino en el epicentro de un gigantesco programa de exterminio intelectualmente elaborado para la aniquilación de un pueblo. Y el desasosiego crece como una enorme ola cuando nos percatamos del hecho de que aquel programa de exterminio específicamente europeo no fue sino la consumación, aunque elaborado de otro modo, de aquel viejo antisemitismo con que la civilización cristiana pretendió iluminar su propia oscuridad.  Podemos racionalizar –la historiografía lo ha intentado– la circunstancia de que fuera en el centro de la más alta civilización del planeta en donde se elaboró intelectualmente, se justificó científicamente y se ejecutó salvajemente el más sofisticado y racionalizado proyecto de aniquilación que el mundo vio jamás, pero, en virtud de su cercanía en el tiempo y su proximidad en el espacio, no nos es posible hacer lo mismo sin escalofríos con el hecho de que las víctimas, pero también los verdugos –y sobre todo ellos–, eran seres normales, cultural y socialmente semejantes a nosotros.
Hanna Arendt
      En esta circunstancia radica  nuestra dificultad, como europeos, para racionalizar el Holocausto como un suceso más en nuestra historia. ¿Es posible que yo, o tú, seres normales como las víctimas y los verdugos de entonces, seamos los encargados algún infausto día de marcar una cruz los nombres de los que han de morir? ¿Cuál sería nuestra actitud, cuál nuestra posición en situaciones dramáticas y extremas? Ese largo collar de preguntas que muchos intelectuales de la talla de Hannah Arendt han puesto salvajemente sobra la mesa, han establecido un vínculo entre nosotros y Holocausto  que la objetividad histórica no puede diluir; un hilo menos perceptible y, en virtud de ello, mucho más incómodo de soportar, que eleva el grado y el tono de nuestra concernibilidad ante aquella gigantesca tragedia, situándola, al modo de una sombra permanente, en el centro mismo de la conciencia que tenemos de nosotros mismos como seres individuales y, al mismo tiempo, como hijos de una civilización. 
Paul Celan
     Está claro que ni el tiempo transcurrido ni los enormes esfuerzos realizados por la mejor historiografía por objetivizarlo han podido romper ese hilo hilo que nos une a las simas insondables del “yo propio” europeo,  a esa gigantesca cicatriz que es el Holocausto, cuyos bordes de carne mal cosidos y cauterizados se enrojecen e hinchan cuando las circunstancias nos ponen ante situaciones a las que entonces se dieron. Su constante escozor opera con la fuerza de una premonición, advirtiéndonos de la extrema fragilidad de las democracias y de los valores morales de nuestra civilización y de que ninguna civilización, ni ningún individuo, está libre de dejarse arrastrar por el animal oscuro del totalitarismo que todos llevamos dentro. Es esa la razón, y no otra, de que -como diría Primo Levi en un arrebato de extrema lucidez- La Shoa siga siendo hoy un «agujero negro». Es en este punto donde se hace precisa la capacidad del lenguaje del arte para dar cuenta de lo que, aun siendo real, no parece posible. Creo, en fin, que mi admirado Ian Kershaw coincidirá conmigo en que los pocos más de cien versos del Todesfuge de Paul Celan explican lo que fue la gran tragedia de Europa con mucha mayor intensidad que los más nobles intentos de la Historia por convertir en una forma muerta del «pasado» lo que, parafraseando a Faulkner, sigue siendo un pasado que se resiste a morir.


Carlos Morales




[1] Walter Laqueur, Europa después de Hitler. Biblioteca de la Historia, Sarpe, Madrid de 1985.




















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