La shoa, la vieja cicatriz
de la vieja Europa
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Janusz Korczac | | |
En un inteligente artículo publicado hace ya un tiempo ya en el
diario EL MUNDO, el profesor de Historia Moderna de la Universidad de
Sheffield Ian Kershaw reflexionaba sobre las circunstancias que siguen
impidiendo hoy en día contemplar el período de la historia marcado por la Alemania nazi con la
imparcialidad académica con la que se observa la Revolución Francesa
o la Guerra de
los Cien Años. Y convenía en que las causas de que tanto Hitler como el nazismo
permanezcan, todavía hoy, bajo el escrutinio público tenían mucho que ver con
«la macabra fascinación a que induce por sí misma la estética hitleriana del
poder absoluto» y, sobre todo, con la «creciente conciencia sobre el
Holocausto», el mayor y más horrendo legado del III Reich. Nada hubiera habido
que objetar a su discurso si el autor de un magnífico como monumental trabajo
biográfico sobre Adolf Hitler no hubiera –acto seguido y de un modo
sorprendente– llegado hasta al extremo de poner en cuestión dicha conciencia
argumentando que su origen no estaba tanto en el aséptico y documentado
murmullo de los historiadores cuanto en el conocimiento emocionalmente cargado
derivado de la «trivialización del nazismo» llevada a efecto por los medios de
comunicación de masas –su dedo apunto al cine y al mundo editorial–, y cuyas
percepciones, lejos de profundizar en el fenómeno,
no han servido con toda probabilidad para otra
cosa que para extender y «reforzar los estereotipos ya existentes y continuar
expandiendo ciertos prejuicios antialemanes»
[1]...
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Miklòs Radnòti |
Resulta realmente desconcertante –aunque no es de recibo–
que un historiador como Ian Kershaw descalifique de ese modo la «percepción del
Holocausto» desarrollada por la industria del cine o por la literatura. Es
verdad que en ella se manifiesta de un modo más visible el efecto amplificador
o reductor que los prejuicios personales tienen en la interpretación de los
acontecimientos, pero también lo es que ni siquiera la mejor historiografía
está exenta de eso que Schumpeter denominaba «visión del mundo» y que nosotros,
en román paladino, preferimos llamar ideología. Cabe decir, en este punto, que,
de no ser por esas –para Kershaw– discutibles realizaciones del arte, el
Holocausto no habría salido de los inhóspitos archivos de los Estados ni su
conocimiento sobrepasado los tantas veces impermeables farallones de las
instituciones académicas. Cabe decir, también, que, en el caso hipotético de
que algunas de ellas hubiesen dado lugar a más de una impostura, ninguna de
tales imposturas hubiera podido sobrevivir durante casi setenta años si no
hubieran tenido detrás el peso de una realidad documentalmente verificable como
pocas, y la memoria viva de los supervivientes. Los menos de cien versos del Todesfuge
de Paul Celan han contribuido a conocer la realidad de aquella dantesca
tragediay sus implicaciones universales igual o en mayor medida que los
sesudos debates de los historiadores en torno a si fueron más, o fueron menos,
los hombres que acabaron sus días en los campos de exterminio...
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Adrien Brody, en una escena de El pianista. |
No, no tiene sentido excluir con tanta ligereza las
percepciones del arte como un método de conocimiento porque, independientemente
de los materiales más o menos sólidos con que han sido construidas, el lenguaje
del arte se revela a veces como el único capaz de visionar realidades que, como
la del Holocausto, son de tal magnitud y tal naturaleza que difícilmente pueden
ser abarcadas por la razón metódica o por la imaginación humana. Es verdad que
una parte muy importante de las «formas de representación» adoptadas por el
Holocausto en el imaginario colectivo de occidente han sido, en mayor o menor
medida, el resultado final de la mediación ideológica en el complejo proceso
que hizo de la lucha contra el nazismo el centro nuclear de la conciencia de Occidente, pero también lo es que, incluso a pesar de algunos efectos perversos
de esta mediación –como la difuminación histórica de otros totalitarismos no
menos crueles, como el comunista de José Stalin– la particular mitología con
que todo ello ha nutrido de principios éticos nuestra civilización sigue siendo
el más apropiado y,
tal vez, el único
camino para aprehender precisamente ese lado oscuro del régimen de Hitler al
que la historiografía ha vestido de verosimilitud pero que se resiste, a pesar
de ello, a ser admitido como un acontecimiento posible ni siquiera por la
imaginación más delirante de este mundo.
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Nelly Sachs |
En Occidente estamos acostumbrados a la crueldad, que ha
sido la argamasa sobre el que se ha levantado nuestra civiliación.
Somos conscientes también de que
la práctica totalidad de la energía de nuestra filosofía política se ha
afanado en encontrar, con desigual fortuna, un marco moral de legitimación en el que fuera posible
integrar la crueldad, en dosis
moralmente «aceptables», como un mal natural o,
como ahora se dice, como un
«daño colateral» de la existencia
humana. Si de algo se puede vanagloriar Occidente es de que ese marco moral ha calado profundamente en la
vida cotidiana de sus habitantes, hasta el punto de que el respeto a la vida se
ha convertido en un límite casi absoluto que, salvo situaciones
individuales patológicas extremas o circunstancias sociales realmente
excepcionales, difícilmente puede ser traspasado con normalidad o
gratuitamente. Debido a ello, nos cuesta creer que fuera en Europa, en el seno
mismo de esa civilización nuestra en la que nunca jamás nadie en su sano juicio
hubiera podido imaginar, más allá de Dante, un
acontecimiento semejante al Holocausto, donde la crueldad se convirtió
no ya en la expresión de un
odio momentáneo sino en el epicentro de un gigantesco programa de exterminio
intelectualmente elaborado para la aniquilación de un pueblo. Y el desasosiego
crece como una enorme ola cuando nos percatamos del hecho de que aquel programa
de exterminio específicamente europeo no fue sino la consumación, aunque
elaborado de otro modo, de aquel viejo antisemitismo con que la civilización
cristiana pretendió iluminar su propia oscuridad.
Podemos racionalizar –la historiografía lo ha intentado– la
circunstancia de que fuera en el centro de la más alta civilización del planeta
en donde se elaboró intelectualmente, se justificó científicamente y se ejecutó
salvajemente el más sofisticado y racionalizado proyecto de aniquilación que el mundo vio
jamás, pero, en virtud de su cercanía en el tiempo y su proximidad en el espacio, no nos es
posible hacer lo mismo sin escalofríos con el hecho de que las víctimas, pero
también los verdugos –y sobre todo ellos–, eran seres normales, cultural y
socialmente semejantes a nosotros.
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Hanna Arendt |
En esta circunstancia radica nuestra dificultad, como europeos,
para racionalizar el Holocausto como un suceso más en
nuestra historia. ¿Es posible que yo, o tú, seres normales como las víctimas y
los verdugos de entonces, seamos los encargados algún infausto día de marcar una cruz los nombres de los que han de morir? ¿Cuál sería nuestra
actitud, cuál nuestra posición en situaciones dramáticas y extremas? Ese largo
collar de preguntas que muchos intelectuales de la talla de Hannah Arendt han
puesto salvajemente sobra la mesa, han establecido un vínculo entre nosotros y
Holocausto que la objetividad histórica
no puede diluir; un hilo menos perceptible y, en virtud de ello, mucho más
incómodo de soportar, que eleva el grado y el tono de nuestra concernibilidad
ante aquella gigantesca tragedia, situándola, al modo de una sombra permanente,
en el centro mismo de la conciencia que tenemos de nosotros mismos como seres
individuales y, al mismo tiempo, como hijos de una civilización.
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Paul Celan |
Está claro que ni el tiempo transcurrido ni los enormes esfuerzos realizados por la mejor historiografía por
objetivizarlo han podido romper ese hilo hilo que nos une a las simas
insondables del “yo propio” europeo, a esa gigantesca cicatriz que es el Holocausto, cuyos bordes de carne mal cosidos y cauterizados se enrojecen e
hinchan cuando las circunstancias nos ponen ante situaciones a las que entonces se dieron. Su constante escozor opera con la
fuerza de una premonición, advirtiéndonos de la extrema fragilidad
de las democracias y de los valores morales de nuestra civilización y de que ninguna civilización, ni ningún individuo, está libre de dejarse
arrastrar por el animal oscuro del totalitarismo que todos llevamos dentro. Es esa la razón, y no otra, de que -como diría Primo Levi en un arrebato de extrema lucidez- La Shoa siga siendo hoy un «agujero negro». Es en este punto donde se hace precisa la
capacidad del lenguaje del arte para dar cuenta de lo que, aun siendo real, no
parece posible. Creo, en fin, que mi admirado Ian Kershaw coincidirá conmigo en que los pocos más de cien versos del Todesfuge de Paul Celan explican lo que fue la gran tragedia de Europa con mucha mayor intensidad que los más nobles intentos de la Historia por convertir en una forma muerta del «pasado» lo que, parafraseando
a Faulkner, sigue siendo un pasado que se resiste a morir.
Carlos Morales
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