viernes, 24 de agosto de 2012

"La shoa, la vieja cicatriz de la vieja Europa". de Carlos Morales







 

Carlos Morales

La shoa, la vieja cicatriz 
de la vieja Europa 


Janusz Korczac
   En un inteligente artículo publicado hace ya un tiempo ya en el diario EL MUNDO, el profesor de Historia Moderna de la Universidad de Sheffield Ian Kershaw reflexionaba sobre las circunstancias que siguen impidiendo hoy en día contemplar el período de la historia marcado por la Alemania nazi con la imparcialidad académica con la que se observa la Revolución Francesa o la Guerra de los Cien Años. Y convenía en que las causas de que tanto Hitler como el nazismo permanezcan, todavía hoy, bajo el escrutinio público tenían mucho que ver con «la macabra fascinación a que induce por sí misma la estética hitleriana del poder absoluto» y, sobre todo, con la «creciente conciencia sobre el Holocausto», el mayor y más horrendo legado del III Reich. Nada hubiera habido que objetar a su discurso si el autor de un magnífico como monumental trabajo biográfico sobre Adolf Hitler no hubiera –acto seguido y de un modo sorprendente– llegado hasta al extremo de poner en cuestión dicha conciencia argumentando que su origen no estaba tanto en el aséptico y documentado murmullo de los historiadores cuanto en el conocimiento emocionalmente cargado derivado de la «trivialización del nazismo» llevada a efecto por los medios de comunicación de masas –su dedo apunto al cine y al mundo editorial–, y cuyas percepciones, lejos de profundizar en el fenómeno,  no han servido con toda probabilidad para otra cosa que para extender y «reforzar los estereotipos ya existentes y continuar expandiendo ciertos prejuicios antialemanes»[1]...
Miklòs Radnòti
     Resulta realmente desconcertante –aunque no es de recibo– que un historiador como Ian Kershaw descalifique de ese modo la «percepción del Holocausto» desarrollada por la industria del cine o por la literatura. Es verdad que en ella se manifiesta de un modo más visible el efecto amplificador o reductor que los prejuicios personales tienen en la interpretación de los acontecimientos, pero también lo es que ni siquiera la mejor historiografía está exenta de eso que Schumpeter denominaba «visión del mundo» y que nosotros, en román paladino, preferimos llamar ideología. Cabe decir, en este punto, que, de no ser por esas –para Kershaw– discutibles realizaciones del arte, el Holocausto no habría salido de los inhóspitos archivos de los Estados ni su conocimiento sobrepasado los tantas veces impermeables farallones de las instituciones académicas. Cabe decir, también, que, en el caso hipotético de que algunas de ellas hubiesen dado lugar a más de una impostura, ninguna de tales imposturas hubiera podido sobrevivir durante casi setenta años si no hubieran tenido detrás el peso de una realidad documentalmente verificable como pocas, y la memoria viva de los supervivientes. Los menos de cien versos del Todesfuge de Paul Celan han contribuido a conocer la realidad de aquella dantesca tragediay sus implicaciones universales  igual o en mayor medida que los sesudos debates de los historiadores en torno a si fueron más, o fueron menos, los hombres que acabaron sus días en los campos de exterminio...

Adrien Brody, en una escena de El pianista.
      No, no tiene sentido excluir con tanta ligereza las percepciones del arte como un método de conocimiento porque, independientemente de los materiales más o menos sólidos con que han sido construidas, el lenguaje del arte se revela a veces como el único capaz de visionar realidades que, como la del Holocausto, son de tal magnitud y tal naturaleza que difícilmente pueden ser abarcadas por la razón metódica o por la imaginación humana. Es verdad que una parte muy importante de las «formas de representación» adoptadas por el Holocausto en el imaginario colectivo de occidente han sido, en mayor o menor medida, el resultado final de la mediación ideológica en el complejo proceso que hizo de la lucha contra el nazismo el centro nuclear de la conciencia de Occidente, pero también lo es que, incluso a pesar de algunos efectos perversos de esta mediación –como la difuminación histórica de otros totalitarismos no menos crueles, como el comunista de José Stalin– la particular mitología con que todo ello ha nutrido de principios éticos nuestra civilización sigue siendo el más apropiado y,  tal vez, el único camino para aprehender precisamente ese lado oscuro del régimen de Hitler al que la historiografía ha vestido de verosimilitud pero que se resiste, a pesar de ello, a ser admitido como un acontecimiento posible ni siquiera por la imaginación más delirante de este mundo.



Nelly Sachs
     En Occidente estamos acostumbrados a la crueldad, que ha  sido la argamasa sobre el que se ha levantado nuestra civiliación. Somos conscientes también de que la práctica totalidad de la energía de nuestra filosofía política se ha afanado en encontrar, con desigual fortuna, un marco moral de legitimación en el que fuera posible integrar la crueldad, en dosis moralmente «aceptables», como un mal natural o, como ahora se dice, como un «daño colateral» de la existencia humana. Si de algo se puede vanagloriar Occidente es de que ese marco moral ha calado profundamente en la vida cotidiana de sus habitantes, hasta el punto de que el respeto a la vida se ha convertido en un límite casi absoluto que, salvo situaciones individuales patológicas extremas o circunstancias sociales realmente excepcionales, difícilmente puede ser traspasado con normalidad o gratuitamente. Debido a ello, nos cuesta creer que fuera en Europa, en el seno mismo de esa civilización nuestra en la que nunca jamás nadie en su sano juicio hubiera podido imaginar, más allá de Dante, un acontecimiento semejante al Holocausto, donde la crueldad se convirtió  no ya en la expresión de un odio momentáneo sino en el epicentro de un gigantesco programa de exterminio intelectualmente elaborado para la aniquilación de un pueblo. Y el desasosiego crece como una enorme ola cuando nos percatamos del hecho de que aquel programa de exterminio específicamente europeo no fue sino la consumación, aunque elaborado de otro modo, de aquel viejo antisemitismo con que la civilización cristiana pretendió iluminar su propia oscuridad.  Podemos racionalizar –la historiografía lo ha intentado– la circunstancia de que fuera en el centro de la más alta civilización del planeta en donde se elaboró intelectualmente, se justificó científicamente y se ejecutó salvajemente el más sofisticado y racionalizado proyecto de aniquilación que el mundo vio jamás, pero, en virtud de su cercanía en el tiempo y su proximidad en el espacio, no nos es posible hacer lo mismo sin escalofríos con el hecho de que las víctimas, pero también los verdugos –y sobre todo ellos–, eran seres normales, cultural y socialmente semejantes a nosotros.
Hanna Arendt
      En esta circunstancia radica  nuestra dificultad, como europeos, para racionalizar el Holocausto como un suceso más en nuestra historia. ¿Es posible que yo, o tú, seres normales como las víctimas y los verdugos de entonces, seamos los encargados algún infausto día de marcar una cruz los nombres de los que han de morir? ¿Cuál sería nuestra actitud, cuál nuestra posición en situaciones dramáticas y extremas? Ese largo collar de preguntas que muchos intelectuales de la talla de Hannah Arendt han puesto salvajemente sobra la mesa, han establecido un vínculo entre nosotros y Holocausto  que la objetividad histórica no puede diluir; un hilo menos perceptible y, en virtud de ello, mucho más incómodo de soportar, que eleva el grado y el tono de nuestra concernibilidad ante aquella gigantesca tragedia, situándola, al modo de una sombra permanente, en el centro mismo de la conciencia que tenemos de nosotros mismos como seres individuales y, al mismo tiempo, como hijos de una civilización. 
Paul Celan
     Está claro que ni el tiempo transcurrido ni los enormes esfuerzos realizados por la mejor historiografía por objetivizarlo han podido romper ese hilo hilo que nos une a las simas insondables del “yo propio” europeo,  a esa gigantesca cicatriz que es el Holocausto, cuyos bordes de carne mal cosidos y cauterizados se enrojecen e hinchan cuando las circunstancias nos ponen ante situaciones a las que entonces se dieron. Su constante escozor opera con la fuerza de una premonición, advirtiéndonos de la extrema fragilidad de las democracias y de los valores morales de nuestra civilización y de que ninguna civilización, ni ningún individuo, está libre de dejarse arrastrar por el animal oscuro del totalitarismo que todos llevamos dentro. Es esa la razón, y no otra, de que -como diría Primo Levi en un arrebato de extrema lucidez- La Shoa siga siendo hoy un «agujero negro». Es en este punto donde se hace precisa la capacidad del lenguaje del arte para dar cuenta de lo que, aun siendo real, no parece posible. Creo, en fin, que mi admirado Ian Kershaw coincidirá conmigo en que los pocos más de cien versos del Todesfuge de Paul Celan explican lo que fue la gran tragedia de Europa con mucha mayor intensidad que los más nobles intentos de la Historia por convertir en una forma muerta del «pasado» lo que, parafraseando a Faulkner, sigue siendo un pasado que se resiste a morir.


Carlos Morales




[1] Walter Laqueur, Europa después de Hitler. Biblioteca de la Historia, Sarpe, Madrid de 1985.




















jueves, 24 de mayo de 2012

"La guerra de los muertos", de Carlos Morales






LA GUERRA DE LOS MUERTOS


La curia romana acaba no hace mucho de beatificar a poco más de cuatrocientos sacerdotes de los miles que fueron ejecutados en virtud de sus creencias religiosas en la retaguardia republicana durante la dantesca tragedia de nuestra Guerra Civil. No soy quien para poner en duda el derecho de la jerarquía católica a proponer la sacralización como modelo de vida cristiana de la actitud de quienes nunca consintieron abjurar de su fe aun a sabiendas de que con ello estaban poniendo en peligro su vida. Pero parece claro que multitudinarias escenas como éstas, que no han dejado de repetirse todos los años desde el triunfo del General Franco en la terrible contienda, no hacen otra cosa que reavivar la memoria de unos momentos especialmente dramáticos de nuestra Historia, y que lo hacen en no menor medida de lo que puedan haberlo hecho quienes, estando también en su derecho para hacerlo, han impulsado con la Ley de la Memoria Histórica una especie de "sacralización lacia" de la actitud de quienes perdieron su vida en la enconada defensa de la República y en la lucha contra la oscura dictadura del franquismo.
En esta guerra de muertos y de legitimidades en que unos y otros parecen empeñados en acusar al adversario de haber arrojado la primera piedra, la principal pagana no es tanto la concordia entre los españoles como la misma verdad, a la que le cuesta desembarazarse de esa terrible maraña de los mitos en que seguimos empeñados en construir la conciencia que tenemos de todo cuanto somos. Y la verdad es que, con muy contadas excepciones, aquellos tiempos fueron escritos por hombres y mujeres envenenados –como toda Europa en aquellos años– por el totalitarismo y para quienes era lícito matar si con ello se conseguía ese nuevo orden –comunista, anarquista, fascista, qué más da– que al cabo se buscaba. Y de aquella generación que se mostró incapaz de comprender y de aplicar el espíritu de la democracia y que, por ello mismo, acabaron por corromper primero desde dentro y, finalmente, por derribar las enormes posibilidades de progreso que trajo la República, poco o nada podemos aprender, nada que no sea el lugar exacto del mapa de nuestro corazón en que pueden encontrarse los abrevaderos más oscuros del rencor, de la barbarie y de la locura… 




Este artículo fue leído por su autor en la Cadena Ser, en el año 2006.










lunes, 26 de marzo de 2012

"«El Toro de Barro»: con el tiempo, contra el tiempo" Entrevista a Carlos Morales por Isabel Loeches...







«El Toro de Barro»,
con el tiempo, contra el tiempo


Isabel Loeches Camba


El 17 de marzo de 1965 se editaba Edipo el rey, de Carlos de La Rica. El libro fue el gesto inaugural de «El Toro de Barro», la mítica editorial conquense que, con cuarenta años recién cumplidos, es hoy la segunda colección de poesía más antigua de España. No es fácil imaginarse cómo su autor, un sacerdote perdido en un pequeño pueblo de Cuenca, pudo mantener a solas durante más de tres décadas una aventura tan singular, cuyo catálogo viene a ser un valioso vademecum de las corrientes subterráneas de la poesía española de los últimos años, así como un mapa de múltiples caminos alternativos que carecieron de las complicidades precisas y lo suficientemente poderosas como para influir en el curso de los acontecimientos. Sin embargo, y como ocurre con todos los proyectos de naturaleza personal, «El Toro» estuvo a punto de desaparecer con la muerte de su propio fundador. Si no fue así, si «El Toro» sigue desafiante y vivo –y tal vez más vivo que nunca– es porque hubo un hombre que creyó que las grandes tareas están siempre por encima de los hombres que las formularon; un hombre de carácter ciclotímico y demasiado autoexigente, pero un hombre también de puño de hierro y de carácter expeditivo que ha sabido dar coherencia y continuidad a los muchos proyectos que su amigo no pudo concluir. Ese hombre, nacido en Tarancón de Cuenca hace cuarenta y cinco años, se llama Carlos Morales.

Vd. fue de los pocos –si no el único– que creyó en que «El Toro de Barro» debía sobrevivir a la muerte de su fundador. ¿Fue esa la razón que le llevó a aceptar de manos de Carlos de la Rica la apuesta por su continuidad?
Sí, y no. El silencio afectuoso con que sus colaboradores más directos respondieron a sus demandas en ese sentido, me convirtieron en la última opción que tenía mi amigo para perpetuarlo. Hablamos mucho en sus últimos días, y siempre le fue imposible impedir que yo notara su sensación de derrota personal ante la sola posibilidad de que muriera su sueño editorial. Era duro, muy duro, ver así a quien lo había dado todo. Y sí, es verdad que aquel 11 de agosto de 1997 le dije que la mayoría de los frentes abiertos por él continuaban abiertos todavía, que seguía siendo necesario dar la cara por determinados modos de entender la literatura y que, por todas esas cosas, no había razón de que el «Toro» fuera enterrado con él. Pero al hablarle así sólo quería reconfortarle en su doloroso tránsito hacia su propia muerte. En realidad, si acepté hacerme cargo de su «Toro» fue porque no supe decirle que no. Pero cuando le abracé por última vez, entonces sí, entonces sí me di cuenta de que había hecho lo que debía. Y desde entonces me he dedicado a cumplir las promesas que no hice, algunas de las que hice, y muchas de las que me quedaron por hacer.

Debe de ser agotador gestionar el sueño de otro hombre con la estricta fidelidad con que Vd. lo ha hecho.
Si no hablamos de sueños, sino de proyectos, he de confesarle que yo me he sentido casi siempre muy cómodo en los que Carlos de la Rica dejó iniciados en los últimos años de su vida. Lo único que yo he aportado en estos años ha sido la energía de la que Carlos careció en su etapa final, y también –por qué no decirlo– un talante más agresivo y menos prudente que su condición sacerdotal le aconsejaba no poner en práctica. Pero lo que he venido haciendo desde que en 1997 me hice cargo de «El Toro» no ha sido otra cosa, en gran medida, que una prolongación en el tiempo de aquellas «guerras» en las que él estuvo involucrado hasta el final.

Muelas, Carriedo y Crespo, fundadores de la revista 
El Pájaro de Paja y referentes estéticos 
de la labor editorial de Carlos de la Rica.

¿Como la revisión de la historia de la poesía española del siglo XX?
Es evidente que la historia la escriben siempre los vencedores; y es evidente también que la historia de nuestra literatura contemporánea ha excluido a movimientos y personalidades que hubieran merecido en sus páginas un puesto mucho más digno del que obtuvieron. Todavía recuerdo cuando, con motivo de la publicación de algunos retazos de sus memorias, en torno más o menos al año 2000, Ángel Crespo no pasó de ser considerado –todavía– por Luis Antonio de Villena, uno de los grandes críticos literarios de nuestro país, como no más que un “poeta respetable.” 
Cuando edité la estupenda monografía sobre «El postismo» de Isabel Navas Ocaña; cuando saqué adelante la pequeña antología de la poesía de Crespo o de Federico Muelas, cuando publiqué algunos sonetos de Chicharro o puse alas al último libro de Carriedo y a algunas conmovedoras páginas de Carlos Edmundo de Ory lo hice porque me escandalizaban algunas formas de mirar las cosas. Era realmente escandaloso. Yo me siento muy orgulloso de haber contribuido con «El Toro», en la medida de nuestras modestas posibilidades, a las tareas de rehabilitación –ya en gran parte conseguida, y no precisamente gracias a nosotros– de todos estos maestros, no sólo porque consideráramos necesario ayudar a escribir la historia de otro modo sino porque su obra constituyó siempre, desde su nacimiento, la línea de flotación del proyecto estético del propio «Toro de Barro».

Algún crítico literario habló entonces de que «El Toro de Barro» se estaba convirtiendo con Ud. en un gesto de melancolía.
¿Melancolía? La reivindicación de aquellos maestros esconde tras de sí la reivindicación de un modo concreto de entender la poesía como una emoción derivada no sólo de la experiencia vital sino, también, de la experiencia del lenguaje. Movimientos como el «postismo» o el «realismo mágico» no fueron otra cosa que las manifestaciones históricas, en un tiempo y en un espacio muy concreto, de ese modo de entender la escritura. Son, en ese sentido, los eslabones perdidos que unen nuestro «Siglo de Oro» con los poetas de la palabra de los años setenta y con los que, en la actualidad, han constituido un frente de resistencia contra el realismo excesivamente ligado a nuestro tiempo, que es la estética dominante. En ese sentido, la apuesta de «El Toro de Barro» no ha sido nunca un mero ejercicio de melancolía, sino un esfuerzo sensato y coherente por prestar cobertura a las propuestas que, por aspirar a una poesía distinta, siempre tuvieron más dificultades para su proyección. 

Pero en el año 2000 Vd. fundó los «Cuadernos del Mediterráneo» como una reivindicación de la diversidad estética. ¿No se contradice esto con lo que acaba de decir?
Mire Vd., la manera más sabia de demostrar el valor de un modo de ser, o de hacer, no es escondiéndose en un monasterio, ni tampoco cortando las cabeza de quienes son distintos, que es lo que han hecho muchas editoriales vinculadas a determinadas tendencias. Lo que «El Toro» ha querido con los «Cuadernos del Mediterráneo» ha sido situar en igualdad de condiciones a todas las estéticas, incluidas las que «El Toro» quiso siempre representar, e intentar acabar con ese instinto de supervivencia basado en la demolición del adversario que ha caracterizado a la poesía española del último cuarto de siglo. Aparte de eso, los «Cuadernos» constituyen la aceptación implícita, al menos por mi parte, de que, en cualquier terreno que nos situemos, no existe una única verdad. No ser capaz de gozar de la diversidad forma parte de las abigarradas carencias de los espíritus débiles, cuya mayor manifestación es el desprecio a lo que no forma parte de su mundo. El «Toro» es lo que es, y tiene muy claro lo que busca, pero lo que no ha sido nunca es una habitación cerrada.

De todos los «frentes abiertos» por Carlos de la Rica, el que menos atención le ha merecido al  «El Toro de Barro» ha sido el de la cultura manchega, a la que él dedicó una parte muy importante de su proyecto editorial.
Decir eso cuando casi el treinta por ciento de los títulos publicados corresponden a autores manchegos es, cuando menos, una afirmación temeraria. Ahora bien, quiero decir que los autores manchegos que el «Toro de Barro» ha editado han sido escogidos no porque fueran manchegos, sino porque su obra merecía la pena y era homologable con la obra de otros autores españoles y europeos que hemos tenido el honor de publicar. Proyectarlos más allá de nuestras fronteras es, también, una forma de hacer región, o nación, o como se quiera llamar, aunque no se nos llene la boca de banderas ni de retóricas provincianas. Que eso no se entienda, o no se quiera entender, es otro problema.

Otro de los «frentes abiertos» por Carlos de la Rica fue el de la coexistencia de las civilizaciones, en el que Vd. ha sido muy beligerante. Todos recordamos ahora esa pequeña antología, «Coexistence», en la que Vd. logró poner juntos a poetas árabes y judíos ¿Le costó mucho aquello?
Mucho. Tenga en cuenta que nosotros empezamos a trabajar cuando estaba en marcha la II Intifada y cuando había ya más de seiscientos muertos encima de la mesa. Con la excepción de los poetas hebreos   Margalit Matitiahu y Nathán Yonathán y del druso Naim Araidy, los poetas convocados tuvieron que superar muchas reticencias personales para vincularse a un proyecto que podía ser interpretado por su gente como un gesto antipatriótico y que –sobre todo en el caso de los poetas árabes– podía acarrarles notorios perjuicios profesionales y personales y, en casos extremos, riesgos incluso para la propia vida. Cuando vinieron a España a presentar «Coexistence», y cuando la gente los vio pasar cogidos de la mano para decir que había una manera más sensata de vivir, y de ser árabe y judío, sentí cómo los muchos sinsabores acumulados a lo largo de meses tensísimos se me vinieron abajo: si algo le tengo que agradecer a la vida es el que me haya colocado en el momento y en el lugar más adecuados para conocer a estas personas y para colaborar con ellos en su arriesgado proyecto de pacificación. Sólo por ello merece la pena vivir. De todo cuanto he hecho, creo que será lo más grande que les podré contar a mis hijos cuando me llegue la parca…

Muchos le acusan de de haberse orientado tal vez demasiado a la cultura judía.
Aquí, en España, admirar al pueblo judío, aun cuando sea críticamente, como es mi caso, está muy mal visto. Como también lo está admirar a quienes, en el mundo árabe, trabajan por el encuentro con el mundo hebreo sin aspirar a su destrucción. Era más fácil hacer como hacen diariamente desde sus tribunas personas honradas –pero ciegas– como Gabriel Albiac o José Saramago. Pero para eso hay que tener una madera que yo no tengo. El «Toro de Barro» ha hecho lo que ha podido, que es bien poco, por ayudar a los intelectuales que en ambos pueblos han apostado por el ejercicio de la sensatez y a los que, precisamente por esa elección ética, se les ha clausurado el acceso a una cultura occidental encerrada todavía en el prejuicio antisemita y en los más modernos mitos antislámicos. Es esa la razón por la que la labor editorial del «Toro de Barro» ha resultado un poco desconcertante.

La Escuela de Traductores de Toledo, que tuvo en origen esa misma función, es, en ese sentido, una de las instituciones más sólidas de Castilla La Mancha, que es la región de origen del «Toro de Barro». ¿Como valora su papel en el mundo editorial español?
Quien quiera comprender el redescubrimiento de la cultura árabe contemporánea por la cultura española, deberá reconocer el valor incalculable del trabajo desarrollado en estos últimos años por la Escuela, cuyos dirigentes llevan razón al afirmar que la cultura árabe necesita ahora el apoyo de todos para despejar el horizonte de los nefastos prejuicios antislámicos que están comenzando a teñir la mirada de Occidente. Pero la misma ayuda necesita la cultura hebrea, que sigue sometida a un desprecio injustificable derivado de los viejos mitos ligados al antisemitismo, y de eso nadie parece querer darse por enterado. Y yo espero que la Escuela de Traductores encuentre las energías suficientes para intentar con mayor intensidad un fructífero acercamiento a la cultura judía, situándose así al frente de la lucha contra todos los prejuicios culturales, absolutamente contra todos, y no sólo ni especialmente contra los que afectan a nuestra percepción del mundo musulmán.

Supongo que esa tarea es la que está detrás del proyecto editorial más importante de «El Toro», la Biblioteca internacional del Holocausto.
Me alegro de que lo diga, porque es realmente así. Una de las mejores maneras de colaborar en la decapitación de los movimientos totalitarios es, precisamente, la de recordar las terribles consecuencias a las que dieron lugar. Y se mire por donde se mire, la Shoa, que se llevó por delante la vida de seis millones y medio de judíos, ha sido el genocidio más dramático y gigantesco de toda la historia. Conservar los documentos literarios que dejó a su paso es, no sólo, un acto de justicia para las víctimas y para los supervivientes de la gran catástrofe, sino también una manera de mantener viva la advertencia de lo que puede pasar si bajamos la guardia. Mantenerla viva en Europa, sobre todo en Europa, que fue la cuna de los movimientos totalitarios más sanguinarios que han conocido las civilizaciones de la tierra.

Aquí sí. Aquí, en este instante, los ojos de Carlos Morales abandonan su habitual apariencia de serenidad y ese punto de franca picardía que tanto se agradece en la mirada de un hombre para adoptar la forma de un tajo seco de machete, de una llamarada de fuego casi inmóvil. No en vano lleva años estudiando la poesía del Holocausto, cuya publicación no dejar de retrasarse. Una no puede entonces dejar de preguntarse sobre su propia poesía, que aparece oculta bajo su activismo editorial. Entonces el poeta se levanta, toma entre sus manos ese pliego minúsculo que se titula «Salmo» y que acaba de publicar, y lee. Su voz se torna ronca, sube y baja al son de las metáforas imposibles como lo haría la de un poeta árabe en la plaza de una aldea cualquiera de Galilea, “que baile la pala que bala in nómine Auschwitz / que baile la pala que bala in nómine Dei un burka en la fosa.” Y es difícil no acordarse entonces del ritmo de la voz de Paul Celan, de la metáfora de la “leche negra”, de ese cascada de imágenes delirantes que están más allá de la razón común pero que, a pesar de ello, nos son tan familiares como el té que nos tomamos todas las mañanas. Y no es fácil imaginar de qué manera el mismo poeta que nos sumió con «El libro del Santo Lapicero» en la más desbordada melancolía, o que nos regaló una de las versiones más hermosas del «Cantar de los Cantares» que se han escrito nunca, ha sido capaz de atravesar el Mal del modo en que lo ha hecho con su «Salmo», hasta conseguir algo de una belleza tan aterradora. “¿De verdad que no le disgusta mucho?”, me pregunta extrañamente sorprendido mientras me ofrece unos taquitos del queso fuerte que él mismo fabrica, y mientras conversamos largamente sobre los muertos del 11 de marzo en Madrid, de “las rosas de marzo”, como él los llama. “Es complicado en estos tiempos construir un poema de amor, y no porque sea preferible hacerlo a ocupar las manos en escribirlo”, comenta, “ahora estoy trabajando en algunos, pero me es tan difícil”….

***


Esta entrevista fue publicada en la revista Añil en el año 2005.











sábado, 17 de marzo de 2012

"Carlos de la Rica: el poeta que nunca existió", por Carlos Morales


Carlos de la Rica, el "piccolo abatino enadernado en Cuenca"



Carlos Morales



Carlos de la Rica: el poeta que nunca existió


   Quien quiera entretenerse en ojear cualquiera de los muchos manuales que se estudian en los institutos y en las universidades españolas, convendrá en la enorme aceptación del “método generacional” entre los estudiosos de la literatura, especialmente en lo que toca a nuestro siglo XX. Hay que reconocerle al método no pocas bondades, en gran medida equiparables a las que tuvo en su día el materialismo histórico. Así, su categoría analítica fundamental –la “generación”- nos permite de solo un plumazo, y a la manera del “modo de producción” del método marxista, comprender no sólo las diversas manifestaciones individuales de nuestros creadores como la inevitable consecuencia del tiempo histórico común que les toco vivir, sino, también, y sobre todo, visualizar en la ordenada sucesión, una tras otra, de las distintas “generaciones” que en el tiempo han sido esa “lógica interna” que, al modo de una ley providencial e inexorable, parece haber llevado a la literatura a seguir el único camino que podía seguir –el que ha seguido- hasta alcanzar el único territorio al que podía aspirar, y que no es otro, ni muy distinto, que el territorio presente por el que, mejor o peor, seguimos deambulando.
Gabino Alejandro Carriedo
  Sin embargo, y a pesar de la coherente luminosidad de sus conclusiones, el “método generacional” adolece de no pocas zonas oscuras que, si bien no lo invalidan totalmente, debieran obligarnos a mirarlo con un poco de pudor y un mucho de prudencia. No me estoy refiriendo, en modo alguno, al modo ciertamente perverso con que determinados intereses editoriales han manejado el concepto de “generación”, convirtiendo lo que en principio fue una categoría analítica más que respetable en un no menos respetable argumento de venta y en un arma estrategia de enorme utilidad en la difícil tarea de hacer más densa la red de fidelidades y de, a la manera de esa “mano invisible” de la que hablaba Adam Smith, orientar eficazmente a la opinión pública hacia gustos literarios muy concretos y previamente canonizados que, aunque a veces están en relación directa con la calidad literaria, lo están siempre con los intereses empresariales de las principales firmas del mundo editorial.
Ángel Crespo.
  Me refiero, por ejemplo, a la debilidad intrínseca del método generacional a la hora de integrar sin estridencias en el paisaje literario previamente dibujado al servicio de una generación concreta a quienes, debido a la naturaleza extraordinaria y poco común de su obra literario, no encajan fácilmente en la generalidad y se anticipan, dramáticamente, a un tiempo que no existe todavía. Cuando esto acontece, la respuesta del método no consiste en cuestionarse la viabilidad de ese paisaje sino en arrojar fuera de él a lo que se resiste a ser incluido en su universo. Lo extraordinario –parece decir- no existe, y cuando existe lo hace al modo de un curioso efecto colateral de la dinámica natural del desarrollo de la literatura, y su lugar en ella no es otro que sus márgenes, cuando no la pura y dura inexistencia.
Federico Muelas
    Ello explica, por ejemplo, el destino de algunos poetas que, bien por su individualidad, o bien por su excesivo pudor a la hora de promocionarse a la sombra de membretes generacionales, no han tenido una generación en que caerse muertos ni una historia, por tanto, que le escriba: el destino de ser como esas lascas que necesariamente caen cuando se talla el mármol y que, obtenida la figura deseada, el cantero recoge en una espuerta para luego arrojarlas a una zanja y fortalecer con ellas los cimientos invisibles de un muro invulnerable donde se abrirán, más tarde, rodeados de guirnaldas, los nichos de la gloria para esos pocos elegidos que tuvieron la sabiduría –y la fortuna- de estar en el lugar adecuado, en el momento justo, y de interpretar el alma que el tiempo –su tiempo- les estaba reclamando. Ello explica, también, las tremendas dificultades que estos mismos poetas a los que me refiero han encontrado para hacer valer el valor de su escritura y, con ella en la mano, superar las reticencias de los grandes gurús de la crítica hasta hallar un sitio digno en los manuales de literatura en que estudian nuestros hijos, que son los pasaportes –tengámoslo muy claro- hacia la “eternidad”.
Carlos Edmundo de Ory
No se trata –aunque se nos acusó de querer hacerlo- de pretender cambiar canon alguno, ni de demonizar a los poetas más conocidos de nuestro siglo en beneficio de los que hasta hace poco tiempo fueron habitantes de la marginalidad. No se trata, tampoco, de poner en duda la extraordinaria calidad de lo que nos dejaron maestros como, por ejemplo, José Ángel Valiente o Claudio Rodriguez. No. No. En absoluto. Se trata de sugerir –si se nos permite- que el hecho de que hayan existido creadores instintivamente ajenos a los gustos de su generación –o a los legítimos intereses de las editoriales- no legitima a nadie intelectualmente honrado a excluirlos de la historia. ¿Qué méritos puede aducir un método que condena casi a no existir a los poetas de una generación que, como la de los sesenta, no tienen –presuntamente- rasgos propios más allá de los que les unen a las generaciones que les antecedieron o que les sucedieron, las únicas que cuentan en la historia más reciente de nuestra literatura? ¿Qué confianza puede ofrecernos un método analítico incapaz de integrar, en ella, sin resquebrajaduras, con naturalidad intelectual, a gigantescos animales literarios de la talla, por ejemplo, de Cirlot, de Ory, Chicharro, Crespo, Mantero, Carriedo, Gamoneda, o Diego Jesús Jiménez?: la misma que un caballo hermoso a un gitano lo suficientemente inteligente como para saber que, antes de adquirir el más bello de los animales, no está de más mirar su dentadura.
Eduardo Chicharro
  La nómina de los excluidos –que en modo alguno se cierra con los anteriormente citados- es sonrojantemente escandalosa; y lo es no sólo por su número sino, también, y sobre todo, por la enorme calidad literaria que nos dejó –y aún nos deja- su paso por el mundo. Si en un ejercicio de imaginación los liberásemos a todos del silencio impuesto por el método generacional, y los pusiéramos uno junto al otro en torno a la mesa en que comemos, nuestra percepción de la historia de la que venimos sufriría, probablemente, un vuelco inesperado. Si el método chirría, cambiemos de caballo. Acaso vaya siendo hora de ir abriendo hueco en la historia a estas gloriosas lascas que el método generacional ha arrojado a una zanja como se arroja una vieja caja de zapatos.


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 Todo cuanto he dicho, y que a alguno pudiera parecer la perorata de un ingenuo cabo de segunda a quien el sargento de cocina olvidó en su día rociar su café con la dosis adecuada de bromuro, no ha querido hacer otra cosa que situar el fenómeno de la marginalidad literaria en el contexto abierto por las limitaciones de un método analítico concreto –que es el dominante-, excluyendo deliberadamente de la visión esas “manos negras” tan del gusto de las teorías conspirativas, y cuyo peso en el complejo y delicado proceso que supone decidir quién sí y quién no merece eternidad alguna, aun siendo importantísimo, termina, en el largo plazo, por hacerse apenas perceptible, y no más eficaz de lo que puedan serlo los quejidos del casco de un barco de madera al que, a pesar de su presencia siempre amenazante, no pueden ni saben detener en su tranquilo bogar al pairo de los vientos. Creo que ése es, por lo demás, el contexto mejor adecuado para contemplar lo más objetivamente posible la trayectoria y el destino de Carlos de la Rica (1930-1997), uno de los poetas menos conocidos de la poesía española del siglo XX y cuya desaparición de la escena –una más de las muchas que desgraciadamente va dejando el método a su paso- presenta, no obstante, peculiares caracteres. ¿Asesinato, homicidio o simple desaparición?. Responder a esta pregunta exige, además de ladearse el sombrero y aflojarse la corbata, aclarar aquellos móviles que puedan explicar su ausencia en el cuadro de la historia.

     La condición sacerdotal de Carlos de la Rica fue, en nuestra opinión, determinante, y lo fue por distintas razones. Sus responsabilidades eclesiásticas al frente de la parroquia de Carboneras de Guadazaón y de los pueblos de su comarca, situada en esa tierra de nadie que conocemos por Cuenca, y a las que hizo frente con particular e intensa dedicación desde su ordenación en 1956 hasta su muerte en 1997, le impidieron fortalecer con su continua presencia, y con la debida coherencia y regularidad, los lazos de solidaridad literaria que, a lo largo de su vida, a duras penas pudo establecer en la Corte. Sus esfuerzos en este sentido chocaron, además, con ese muro de indudable grosor que suponía la natural desconfianza hacia la Iglesia por parte de un mundo intelectual que, políticamente comprometido con la causa del antifranqusimo, alcanzaría su más alto clímax de secularización precísamente en los años en que el poeta sacaba la cabeza de la caja, la década de los sesenta. Su adscripción al espíritu del II Concilio Vaticano, y esa aproximación al mundo de la izquierda tan evidente en su poesía de aquellos años, le reportaron cierta simpatía entre los sectores más conspicuos de la estética -entonces dominante- del realismo social, pero no la suficiente como para acabar con la desconfianza ante lo que suponía su confeso monarquismo y su misma condición eclesiástica. El hecho de que, en una carta fechada en 1968 y dirigida a su amigo Gabino-Alejandro Carriedo, Carlos de la Rica manifestara su desconcierto ante su exclusión de una importante antología de tendencia –editada precisamente en ese mismo año- no tanto por los rasgos vanguardistas de su poesía sino por su condición sacerdotal, lo deja todo meridianamente claro.

Las amistades peligrosas de Carlos de la Rica. 


Muelas, Carriedo y Crespo, fundadores de la revista
 EL PÁJARO DE PAJA y del "pajarerismo".
 
  Si su vocación sacerdotal le resultó lesiva para la proyección pública de su obra literaria, su pública amistad con los maestros de las vanguardias del “postismo” y del “realismo mágico” acabaron por cerrarle las pocas puertas que aún podía tener abiertas. Carlos de la Rica entró en contacto con ellos gracias a Federico Muelas en 1951, cuando sólo era un seminarista rubio que apenas sobrepasaba los veinte años de edad y se postulaba para el sacerdocio, desde 1946, en un seminario de Cuenca, una de las ciudades más conservadoras de la época. Su encendida defensa, por ejemplo, de la propuesta estética lanzada por el pajarerismo, acabó en 1954, y lo hizo de un plumazo, con sus colaboraciones literarias en las páginas de Estría, que, editada en Roma, era la revista liberal más influyente en los círculos católicos menos intransigentes de la cultura española. Las consecuencias de su confesa admiración, que mantuvo hasta su muerte con la más absoluta de las fidelidades, no sólo limitaron su capacidad para proyectar su obra en los círculos católicos: fuera de ellos, sus alas quedaron cortadas. No podía ser de otra forma. De algún modo, Carlos de la Rica echó sobre sí la durísima respuesta con que, como han puesto María Isabel Navas Ocaña y César Augusto Ayuso de manifiesto en sus investigaciones, fueron recibidas entre 1945 y 1955 por parte de todas los tendencias que tenían algo que decir en la vida literaria española, la alegre algarabía postista protagonizada por Eduardo Chicharro y Carlos Edmundo de Ory, y a la jocosa apostasía manifestada contra las buenas costumbres del sistema literario –contra los premios sobre todo- por los líderes del pajarerismo Ángel Crespo, Gabino-Alejandro Carriedo, y Federico Muelas. La insistente y solitaria lealtad con que Carlos de la Rica procuró mantener viva en una España adversa la memoria literaria de estos hombres, que sólo comenzaron a ser tenidos en cuenta a partir de 1975, le valió no obstante las simpatías de la generación “novísima”, aunque no lo suficiente como para elevar su consideración hacia un personaje tan raro y tan curioso.


La poesía heterodoxa de Carlos de la Rica. 

     Sin embargo, más allá de las consecuencias que sobre la proyección de su obra pudieran haber tenido su condición sacerdotal así como su fidelidad a sus amigos y a las opciones estéticas que representaban, lo que determinó totalmente su marginalidad en la historia de la literatura de nuestro siglo XX fue el carácter heterodoxo de su poesía, cuya naturaleza estética –qué participó de las aspiraciones de las generaciones de los cincuenta, sesenta y setenta- la convirtieron, a los ojos de todos, en un fenómeno difícilmente catalogable para el método analítico generacional. Carlos de la Rica fue rechazado por los poetas del realismo social no sólo por su condición sacerdotal, por su monarquismo o por su apoyo a la causa del pueblo de Israel: también lo fue porque, aun siendo evidente su compromiso con la causa del antifranquismo y del socialismo cristiano, su realismo mitológico era demasiado culto y vanguardista para servir tan eficazcmente como los graznidos de otros al impulso revolucionario. Los poetas de la generación novísima, vieron en él, ciertamente, a un precursor, pero le reprocharon haber puesto el fulgor vanguardista de su retórica pagana al servicio de una causa que estaba más allá de la propia literatura, y que no era otra que la redención del hombre. Y para colmo, cuando, a comienzos de los años ochenta, la poesía española comenzaba a adentrarse por los caminos del realismo, Carlos de la Rica decidía encomendarse a la poesía pura...Si a ello sumamos la circunstancia de que sus libros fueron editados en colecciones de poco cabotaje y con escasos medios para intervenir, con mayor o menor intensidad, en la formación social de los gustos literarios, tendremos sobre la mesa la información suficiente para responder a la pregunta que en otra parte nos hicimos.
    ¿Alguien puede creer que un poeta como Carlos de la Rica podía pasar, en estas condiciones, a la historia de la literatura española, sobre todo a esa historia forjada bajo la rígida mirada de un método en el que no existe lugar para lo extraordinario?. Su marginalidad ha llegado a tal extremo, que ni siquiera en la última antología dedicada a la poesía conquense, trabajada por su "amigo" Florencio Martínez Ruiz, el nombre de Carlos de la Rica ha podido aparecer. Tardaremos algún tiempo todavía en saber, a ciencia cierta, si el pícollo abattino encuadernado en Cuenca fue alevosamente asesinado, si fue la víctima de un homicido involuntario, o si, simplemente, se suicidó colgado de la música. Su cuerpo yace ahora en Carboneras, bajo una lápida en que pide “Dame, Señor, el equilibrio de los pájaros”. Su obra yace, también, a los pies del desconocimiento, arrojada en una zanja como un zapato viejo.



Artículo publicado en la revista Añil.











viernes, 9 de marzo de 2012

"Auschwitz, o el silencio de Dios", de Carlos Morales






AUSCHWITZ
o el silencio de Dios
Carlos Morales


La decisión del gobierno alemán de abrir al escrutinio público los archivos del III Reich acaso nos ayude a comprender –lo necesitamos– cómo fue posible que una de las naciones más cultas de Europa no sólo conviniera en que la «Solución final» a los grandes males de Occidente pasaba por la absoluta erradicación del pueblo judío de la faz de la tierra, sino que, para llevarla a cabo, aceptara con absoluta normalidad la creación de una gigantesca maquinaria de exterminio cuya asombrosa perfección fue –y sigue siendo hoy– la más genuina representación del Apocalipsis.
No han sido pocos los historiadores que han procurado saldar esta inquietud comprendiendo el Holocausto como una suerte de «opción militar» de carácter estratégico “impuesta” a los jerarcas nazis por la II Guerra Mundial. La urgente necesidad de abrir un “hueco” a los prisioneros soviéticos en los campos de concentración, y la interpretación nazi de la irrupción americana en el conflicto como una prueba más de que el “cáncer judío” no sólo afectaba al comunismo, sino que se extendía también a las democracias más poderosas de la tierra, habrían “obligado” a los dirigentes del Reich a plantearse el exterminio absoluto de la judería europea como una “necesidad imperiosa”, con fusilamientos masivos al principio, y, finalmente, con las tristemente hiperactivas cámaras de gas. En ese sentido –se nos viene a decir– el Holocausto no debiera ser entendido de un modo distinto al de otros de los muchos «crímenes de Guerra» y «contra la humanidad» cometidos por los contendientes al amparo de un conflicto planetario que regó la memoria de Europa con más de cuarenta millones de muertos…A pesar de su capacidad de seducción, representaciones como ésta de la realidad histórica dejan demasiadas preguntas en el aire. ¿Qué sentido estratégico podía tener la aniquilación de más de un millón y medio de niños judíos en los campos de exterminio de Polonia? ¿Acaso eran agentes camuflados a sueldo de Stalin o de las corruptas democracias de occidentes? Las estrictas precauciones con que, a diferencia de los bombardeos masivos o las ejecuciones públicas de prisioneros de guerra, buscaron alejar el genocidio del conocimiento de la opinión pública no hacen sino levantar la sospecha de que las autoridades nazis tenían plena conciencia de que ni siquiera las contingencias impuestas por la Guerra justificaban aquel espantoso acto de barbarie en que estaban empeñados ¿Entonces?
En realidad, tanto el genocidio judío como la misma guerra formaban parte de un programa político cuya piedra angular había sido tallada en 1925 por Adolf Hitler en su Mein Kampf. Sus páginas abogaban por una guerra que sólo alcanzaría su fin con el dominio absoluto alemán sobre el mundo conocido, y cuya viabilidad requería necesariamente la conversión de todas las razas inferiores –las no arias– en mano de obra esclava al servicio exclusivo del Reich. De acuerdo con ellas también, la Obra no podría completarse sin la erradicación absoluta de la «raza judía», la única que, más allá de su inferioridad, era radicalmente incompatible con la Civilización que se buscaba: y es que, marcada por una especie de malformación genética nacida de la práctica constante de una religión igualitarista, el instinto racial llevaba inexorablemente a sus miembros a procurar poner las sociedades que dominaban –mediante añagazas perversas como el comunismo y el cristianismo– al ritmo cansino de los débiles.




En este sentido, ni la «Solución final» fue el dramático efecto colateral de un conflicto planetario, ni la II Gran Guerra fue la excusa para llevar aquélla a puerto. Ambas fueron, por el contrario, el producto de la vasta locura totalitaria de un puñado de hombres a la que Alemania acabó entregando, democráticamente, su destino. A nuestro juicio, la enorme responsabilidad histórica que le cabe a la sociedad alemana por haberse entregado, no es menor que la de las potencias vencedoras en la I Guerra Mundial, cuya política –tan soberbia como escasamente inteligente– llevó al pueblo alemán a separarse de la misma tradición liberal que la asfixiaba. De otro lado, ¿con qué razón pueden apuntar hacia Alemania aquellas sociedades europeas cuyo pacifismo “aconsejó” a sus gobernantes apaciguar a la Bestia con continuas concesiones en vez de aplastarla con coraje cuando aún era posible hacerlo?.

Aunque asumir esto nos debiera bastar para saber el camino que nunca debemos volver a seguir, en modo alguno nos sirve para responder todas las preguntas. ¿Por qué fue Europa la mano que entregó a los judíos a la más terrible de las Apocalipsis? ¿Por qué fue tan renuente a evitar su trágico destino? Tal vez hallemos la respuesta en los más de dos mil años de feroz antijudaísmo con que las diversas corrientes religiosas nacidas al amparo del cristianismo inundaron los cielos de nuestra Civilización. Las raíces del Holocausto no están –como sugiere Ratzinger– en el «silencio de Dios», sino en el rencor antijudío que los intérpretes de todas sus iglesias –y no solo la Católica– lograron construir sobre una torva percepción de su Evangelio. Sin ese furor, es más que probable que la existencia judía jamás hubiera llegado a ser, en esta vieja Europa que se jacta de ser la civilización más perfecta de la Tierra, ese terrible problema para el que los nazis encontraron –en Auschwitz– la no menos terrible «Solución final». La negra leche del alba…




(Publicado en la revista Malena, nº 3, en junio de 2006)