Paramilitares nacionalistas serbios tras la batalla de Bilijena (Bosnis, 1992). |
Jerónimo Páez
Un futuro de turbulencias y
de malos presagios
En las últimas décadas una oleada de fanatismo,
intolerancia e irracionalidad se está apoderando de numerosos sectores de
población en algunos países, hasta el extremo de amenazar la convivencia entre
distintas comunidades y, en algunos casos, poner en peligro la paz mundial. Se
presenta embutida en un ropaje ideológico que se pretende progresista y
enraizado en las más puras esencias de cada pueblo. En el fondo, son variantes
de un mismo fenómeno: “nacionalismos integristas”, reaccionarios y excluyentes,
ya sean de índole religiosa, étnica, cultural o identitaria. No son, como a
primera vista podría pensarse, exclusivos del mundo musulmán. Se dan también en
muchas otras naciones que creíamos vacunadas de esta enfermedad. Es un fenómeno
que está desvirtuando la naturaleza de estas sociedades y destruyendo los
valores que cimentaban la convivencia entre comunidades que antaño vivían en
relativa armonía. No son movimientos espontáneos. Durante años han sido
apoyados, atizados y subvencionados por partidos políticos, Gobiernos y por
determinados grupos y lobbies con mezquinos intereses.
Incomprensiblemente,
los sectores progresistas parecen estar contra las cuerdas, sin capacidad de
reacción y en sus cuarteles de invierno, como si la crisis económica hubiera
arruinado nuestras vidas y su lucidez y ganas de luchar por un mundo mejor.
Preocupante
es la violenta reacción que se ha producido en algunos países musulmanes como
respuesta a un ridículo vídeo y viñetas que se mofaban del Profeta. Esta
absurda provocación no la justifica. Abre muchos interrogantes sobre las
esperanzas que había generado la primavera árabe. Concita el temor de que los
Gobiernos despóticos derrocados sean sustituidos por nacionalismos teocráticos,
todavía más represivos.
Desaparecidas
las dos grandes ideologías totalitarias que asolaron el Viejo Continente en el
siglo XX, ahora surge el nacionalismo integrista como la nueva plaga. Hemos
visto sus trágicas consecuencias en los Balcanes, en algunas naciones africanas
y, para hacer interminable la tragedia de Oriente Próximo, cada día crece en
Israel, país dominado por los sectores más ultraconservadores de su historia,
que han aupado al poder a Netanyahu, quien está decidido a impedir que los
palestinos tengan su propio Estado, paso obligado para conseguir la estabilidad
de la zona. Si finalmente el Ejército israelí ataca Irán, las consecuencias
pueden ser catastróficas. Escalofríos da pensar que el republicano Romney pueda
alcanzar el poder en EE UU. Preocupante es su apoyo incondicional al Gobierno
de Israel y sus manifestaciones de que son los palestinos quienes no quieren la
paz. Un razonamiento parecido debió ser el que inspiró al general Custer para
tratar de aplastar a los sioux en Little Big Horn.
A su
vez, en nuestro país, impulsados por una serie de demagogos y políticos
populistas, avanzan los nacionalismos identitarios. Sorprende que el actual
Gobierno de Cataluña, una de las comunidades más dinámicas y creativas en los
últimos años, lugar de encuentro y hogar para muchos otros españoles que
contribuyeron a fortalecer su economía, pueda plantear su independencia con el
trauma que para todas las partes supone. Poco rigor tienen sus argumentos. No
son las vacas flacas, ni el pacto fiscal, ni la sentencia del Tribunal Constitucional
ni el orgullo herido por haber tenido que pedir el rescate, razones suficientes
para plantear la fractura de un país que, durante siglos y más allá de las
diferencias, ha permanecido unido. Difícilmente puede entenderse Cataluña sin
España y viceversa. Ninguna sería lo que es sin la otra. Pero el nacionalismo
tiende a manipular los sentimientos hasta convertirlos en ideología política.
Necesita un enemigo exterior y presentarlo como destructor de la propia
identidad. De esta forma fomenta la cohesión interna de sus seguidores. A
veces, le sirve para justificar sus propios fracasos.
Los
islamistas utilizan el odio a Occidente, a pesar de que más allá de la doble
vara de medir con la que a veces interviene en Oriente Próximo, nunca ha hecho
mayor esfuerzo por aceptar el islam; e incluso a los partidos islamistas en el
poder, hasta hace poco sus feroces enemigos. Israel utiliza siempre el
antisemitismo cuando se le acusa, con razón, de negar el pan y la sal al pueblo
palestino. Hace años su gran Satán era la OLP, luego Hamás y ahora la teocracia
iraní que, a pesar de sus bravatas, difícilmente puede amenazar la
supervivencia del todopoderoso Estado israelí. El nacionalismo catalán
encuentra su motor y la gasolina que alimenta su deriva independentista en el
“nacionalismo español”, que afortunadamente desapareció hace años. Si realmente
hubiera continuado, difícilmente Cataluña tendría el mayor autogobierno de su
historia.
Los
nacionalistas radicales se caracterizan por el rechazo dogmático de quienes no
piensan como ellos, incluso aunque pertenezcan a su propia comunidad; y, a su
vez, por ser insaciables. Cuando prácticamente han conseguido casi todos sus
objetivos, aumentan la velocidad y fuerzan al límite su último objetivo: la
independencia aun al precio de romper la convivencia.
En
estos tiempos tan necesitados de líderes políticos sensatos y clarividentes,
conviene recordar lo que dijo el gran pensador francés Ernest Renan de que “una
nación es un grupo de gente unida por una visión equivocada del pasado y el
odio a sus vecinos”.
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