sábado, 17 de marzo de 2012

"Carlos de la Rica: el poeta que nunca existió", por Carlos Morales


Carlos de la Rica, el "piccolo abatino enadernado en Cuenca"



Carlos Morales



Carlos de la Rica: el poeta que nunca existió


   Quien quiera entretenerse en ojear cualquiera de los muchos manuales que se estudian en los institutos y en las universidades españolas, convendrá en la enorme aceptación del “método generacional” entre los estudiosos de la literatura, especialmente en lo que toca a nuestro siglo XX. Hay que reconocerle al método no pocas bondades, en gran medida equiparables a las que tuvo en su día el materialismo histórico. Así, su categoría analítica fundamental –la “generación”- nos permite de solo un plumazo, y a la manera del “modo de producción” del método marxista, comprender no sólo las diversas manifestaciones individuales de nuestros creadores como la inevitable consecuencia del tiempo histórico común que les toco vivir, sino, también, y sobre todo, visualizar en la ordenada sucesión, una tras otra, de las distintas “generaciones” que en el tiempo han sido esa “lógica interna” que, al modo de una ley providencial e inexorable, parece haber llevado a la literatura a seguir el único camino que podía seguir –el que ha seguido- hasta alcanzar el único territorio al que podía aspirar, y que no es otro, ni muy distinto, que el territorio presente por el que, mejor o peor, seguimos deambulando.
Gabino Alejandro Carriedo
  Sin embargo, y a pesar de la coherente luminosidad de sus conclusiones, el “método generacional” adolece de no pocas zonas oscuras que, si bien no lo invalidan totalmente, debieran obligarnos a mirarlo con un poco de pudor y un mucho de prudencia. No me estoy refiriendo, en modo alguno, al modo ciertamente perverso con que determinados intereses editoriales han manejado el concepto de “generación”, convirtiendo lo que en principio fue una categoría analítica más que respetable en un no menos respetable argumento de venta y en un arma estrategia de enorme utilidad en la difícil tarea de hacer más densa la red de fidelidades y de, a la manera de esa “mano invisible” de la que hablaba Adam Smith, orientar eficazmente a la opinión pública hacia gustos literarios muy concretos y previamente canonizados que, aunque a veces están en relación directa con la calidad literaria, lo están siempre con los intereses empresariales de las principales firmas del mundo editorial.
Ángel Crespo.
  Me refiero, por ejemplo, a la debilidad intrínseca del método generacional a la hora de integrar sin estridencias en el paisaje literario previamente dibujado al servicio de una generación concreta a quienes, debido a la naturaleza extraordinaria y poco común de su obra literario, no encajan fácilmente en la generalidad y se anticipan, dramáticamente, a un tiempo que no existe todavía. Cuando esto acontece, la respuesta del método no consiste en cuestionarse la viabilidad de ese paisaje sino en arrojar fuera de él a lo que se resiste a ser incluido en su universo. Lo extraordinario –parece decir- no existe, y cuando existe lo hace al modo de un curioso efecto colateral de la dinámica natural del desarrollo de la literatura, y su lugar en ella no es otro que sus márgenes, cuando no la pura y dura inexistencia.
Federico Muelas
    Ello explica, por ejemplo, el destino de algunos poetas que, bien por su individualidad, o bien por su excesivo pudor a la hora de promocionarse a la sombra de membretes generacionales, no han tenido una generación en que caerse muertos ni una historia, por tanto, que le escriba: el destino de ser como esas lascas que necesariamente caen cuando se talla el mármol y que, obtenida la figura deseada, el cantero recoge en una espuerta para luego arrojarlas a una zanja y fortalecer con ellas los cimientos invisibles de un muro invulnerable donde se abrirán, más tarde, rodeados de guirnaldas, los nichos de la gloria para esos pocos elegidos que tuvieron la sabiduría –y la fortuna- de estar en el lugar adecuado, en el momento justo, y de interpretar el alma que el tiempo –su tiempo- les estaba reclamando. Ello explica, también, las tremendas dificultades que estos mismos poetas a los que me refiero han encontrado para hacer valer el valor de su escritura y, con ella en la mano, superar las reticencias de los grandes gurús de la crítica hasta hallar un sitio digno en los manuales de literatura en que estudian nuestros hijos, que son los pasaportes –tengámoslo muy claro- hacia la “eternidad”.
Carlos Edmundo de Ory
No se trata –aunque se nos acusó de querer hacerlo- de pretender cambiar canon alguno, ni de demonizar a los poetas más conocidos de nuestro siglo en beneficio de los que hasta hace poco tiempo fueron habitantes de la marginalidad. No se trata, tampoco, de poner en duda la extraordinaria calidad de lo que nos dejaron maestros como, por ejemplo, José Ángel Valiente o Claudio Rodriguez. No. No. En absoluto. Se trata de sugerir –si se nos permite- que el hecho de que hayan existido creadores instintivamente ajenos a los gustos de su generación –o a los legítimos intereses de las editoriales- no legitima a nadie intelectualmente honrado a excluirlos de la historia. ¿Qué méritos puede aducir un método que condena casi a no existir a los poetas de una generación que, como la de los sesenta, no tienen –presuntamente- rasgos propios más allá de los que les unen a las generaciones que les antecedieron o que les sucedieron, las únicas que cuentan en la historia más reciente de nuestra literatura? ¿Qué confianza puede ofrecernos un método analítico incapaz de integrar, en ella, sin resquebrajaduras, con naturalidad intelectual, a gigantescos animales literarios de la talla, por ejemplo, de Cirlot, de Ory, Chicharro, Crespo, Mantero, Carriedo, Gamoneda, o Diego Jesús Jiménez?: la misma que un caballo hermoso a un gitano lo suficientemente inteligente como para saber que, antes de adquirir el más bello de los animales, no está de más mirar su dentadura.
Eduardo Chicharro
  La nómina de los excluidos –que en modo alguno se cierra con los anteriormente citados- es sonrojantemente escandalosa; y lo es no sólo por su número sino, también, y sobre todo, por la enorme calidad literaria que nos dejó –y aún nos deja- su paso por el mundo. Si en un ejercicio de imaginación los liberásemos a todos del silencio impuesto por el método generacional, y los pusiéramos uno junto al otro en torno a la mesa en que comemos, nuestra percepción de la historia de la que venimos sufriría, probablemente, un vuelco inesperado. Si el método chirría, cambiemos de caballo. Acaso vaya siendo hora de ir abriendo hueco en la historia a estas gloriosas lascas que el método generacional ha arrojado a una zanja como se arroja una vieja caja de zapatos.


* * *




 Todo cuanto he dicho, y que a alguno pudiera parecer la perorata de un ingenuo cabo de segunda a quien el sargento de cocina olvidó en su día rociar su café con la dosis adecuada de bromuro, no ha querido hacer otra cosa que situar el fenómeno de la marginalidad literaria en el contexto abierto por las limitaciones de un método analítico concreto –que es el dominante-, excluyendo deliberadamente de la visión esas “manos negras” tan del gusto de las teorías conspirativas, y cuyo peso en el complejo y delicado proceso que supone decidir quién sí y quién no merece eternidad alguna, aun siendo importantísimo, termina, en el largo plazo, por hacerse apenas perceptible, y no más eficaz de lo que puedan serlo los quejidos del casco de un barco de madera al que, a pesar de su presencia siempre amenazante, no pueden ni saben detener en su tranquilo bogar al pairo de los vientos. Creo que ése es, por lo demás, el contexto mejor adecuado para contemplar lo más objetivamente posible la trayectoria y el destino de Carlos de la Rica (1930-1997), uno de los poetas menos conocidos de la poesía española del siglo XX y cuya desaparición de la escena –una más de las muchas que desgraciadamente va dejando el método a su paso- presenta, no obstante, peculiares caracteres. ¿Asesinato, homicidio o simple desaparición?. Responder a esta pregunta exige, además de ladearse el sombrero y aflojarse la corbata, aclarar aquellos móviles que puedan explicar su ausencia en el cuadro de la historia.

     La condición sacerdotal de Carlos de la Rica fue, en nuestra opinión, determinante, y lo fue por distintas razones. Sus responsabilidades eclesiásticas al frente de la parroquia de Carboneras de Guadazaón y de los pueblos de su comarca, situada en esa tierra de nadie que conocemos por Cuenca, y a las que hizo frente con particular e intensa dedicación desde su ordenación en 1956 hasta su muerte en 1997, le impidieron fortalecer con su continua presencia, y con la debida coherencia y regularidad, los lazos de solidaridad literaria que, a lo largo de su vida, a duras penas pudo establecer en la Corte. Sus esfuerzos en este sentido chocaron, además, con ese muro de indudable grosor que suponía la natural desconfianza hacia la Iglesia por parte de un mundo intelectual que, políticamente comprometido con la causa del antifranqusimo, alcanzaría su más alto clímax de secularización precísamente en los años en que el poeta sacaba la cabeza de la caja, la década de los sesenta. Su adscripción al espíritu del II Concilio Vaticano, y esa aproximación al mundo de la izquierda tan evidente en su poesía de aquellos años, le reportaron cierta simpatía entre los sectores más conspicuos de la estética -entonces dominante- del realismo social, pero no la suficiente como para acabar con la desconfianza ante lo que suponía su confeso monarquismo y su misma condición eclesiástica. El hecho de que, en una carta fechada en 1968 y dirigida a su amigo Gabino-Alejandro Carriedo, Carlos de la Rica manifestara su desconcierto ante su exclusión de una importante antología de tendencia –editada precisamente en ese mismo año- no tanto por los rasgos vanguardistas de su poesía sino por su condición sacerdotal, lo deja todo meridianamente claro.

Las amistades peligrosas de Carlos de la Rica. 


Muelas, Carriedo y Crespo, fundadores de la revista
 EL PÁJARO DE PAJA y del "pajarerismo".
 
  Si su vocación sacerdotal le resultó lesiva para la proyección pública de su obra literaria, su pública amistad con los maestros de las vanguardias del “postismo” y del “realismo mágico” acabaron por cerrarle las pocas puertas que aún podía tener abiertas. Carlos de la Rica entró en contacto con ellos gracias a Federico Muelas en 1951, cuando sólo era un seminarista rubio que apenas sobrepasaba los veinte años de edad y se postulaba para el sacerdocio, desde 1946, en un seminario de Cuenca, una de las ciudades más conservadoras de la época. Su encendida defensa, por ejemplo, de la propuesta estética lanzada por el pajarerismo, acabó en 1954, y lo hizo de un plumazo, con sus colaboraciones literarias en las páginas de Estría, que, editada en Roma, era la revista liberal más influyente en los círculos católicos menos intransigentes de la cultura española. Las consecuencias de su confesa admiración, que mantuvo hasta su muerte con la más absoluta de las fidelidades, no sólo limitaron su capacidad para proyectar su obra en los círculos católicos: fuera de ellos, sus alas quedaron cortadas. No podía ser de otra forma. De algún modo, Carlos de la Rica echó sobre sí la durísima respuesta con que, como han puesto María Isabel Navas Ocaña y César Augusto Ayuso de manifiesto en sus investigaciones, fueron recibidas entre 1945 y 1955 por parte de todas los tendencias que tenían algo que decir en la vida literaria española, la alegre algarabía postista protagonizada por Eduardo Chicharro y Carlos Edmundo de Ory, y a la jocosa apostasía manifestada contra las buenas costumbres del sistema literario –contra los premios sobre todo- por los líderes del pajarerismo Ángel Crespo, Gabino-Alejandro Carriedo, y Federico Muelas. La insistente y solitaria lealtad con que Carlos de la Rica procuró mantener viva en una España adversa la memoria literaria de estos hombres, que sólo comenzaron a ser tenidos en cuenta a partir de 1975, le valió no obstante las simpatías de la generación “novísima”, aunque no lo suficiente como para elevar su consideración hacia un personaje tan raro y tan curioso.


La poesía heterodoxa de Carlos de la Rica. 

     Sin embargo, más allá de las consecuencias que sobre la proyección de su obra pudieran haber tenido su condición sacerdotal así como su fidelidad a sus amigos y a las opciones estéticas que representaban, lo que determinó totalmente su marginalidad en la historia de la literatura de nuestro siglo XX fue el carácter heterodoxo de su poesía, cuya naturaleza estética –qué participó de las aspiraciones de las generaciones de los cincuenta, sesenta y setenta- la convirtieron, a los ojos de todos, en un fenómeno difícilmente catalogable para el método analítico generacional. Carlos de la Rica fue rechazado por los poetas del realismo social no sólo por su condición sacerdotal, por su monarquismo o por su apoyo a la causa del pueblo de Israel: también lo fue porque, aun siendo evidente su compromiso con la causa del antifranquismo y del socialismo cristiano, su realismo mitológico era demasiado culto y vanguardista para servir tan eficazcmente como los graznidos de otros al impulso revolucionario. Los poetas de la generación novísima, vieron en él, ciertamente, a un precursor, pero le reprocharon haber puesto el fulgor vanguardista de su retórica pagana al servicio de una causa que estaba más allá de la propia literatura, y que no era otra que la redención del hombre. Y para colmo, cuando, a comienzos de los años ochenta, la poesía española comenzaba a adentrarse por los caminos del realismo, Carlos de la Rica decidía encomendarse a la poesía pura...Si a ello sumamos la circunstancia de que sus libros fueron editados en colecciones de poco cabotaje y con escasos medios para intervenir, con mayor o menor intensidad, en la formación social de los gustos literarios, tendremos sobre la mesa la información suficiente para responder a la pregunta que en otra parte nos hicimos.
    ¿Alguien puede creer que un poeta como Carlos de la Rica podía pasar, en estas condiciones, a la historia de la literatura española, sobre todo a esa historia forjada bajo la rígida mirada de un método en el que no existe lugar para lo extraordinario?. Su marginalidad ha llegado a tal extremo, que ni siquiera en la última antología dedicada a la poesía conquense, trabajada por su "amigo" Florencio Martínez Ruiz, el nombre de Carlos de la Rica ha podido aparecer. Tardaremos algún tiempo todavía en saber, a ciencia cierta, si el pícollo abattino encuadernado en Cuenca fue alevosamente asesinado, si fue la víctima de un homicido involuntario, o si, simplemente, se suicidó colgado de la música. Su cuerpo yace ahora en Carboneras, bajo una lápida en que pide “Dame, Señor, el equilibrio de los pájaros”. Su obra yace, también, a los pies del desconocimiento, arrojada en una zanja como un zapato viejo.



Artículo publicado en la revista Añil.











3 comentarios:

Contracorriente dijo...

Gracias Carlos, verdaderamente. En un mundo de ortodoxos, la heterodoxia parece ser un peso muy grande de llevar. Cervantes le hubiera catalogado de inllevable.

Contracorriente dijo...

Gracias Carlos, verdaderamente. En un mundo de ortodoxos, la heterodoxia parece ser un peso muy grande de llevar. Cervantes le hubiera catalogado de inllevable.

Anónimo dijo...

Repase usted la hemeroteca nacional y la conquense y descubrira que el unico periodista y critico de prestigio que ha escrito de De la Rica es Florencio Martinez Ruiz